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COLUMNAS

La empatía laboral, una asignatura pendiente

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Gerardo Castillo  
Profesor de la Facultad de Educación y Psicología

Últimamente está de moda el término “empatía”: “hay que ser empático”. Sorprende que haya saltado, de pronto, del lenguaje científico al lenguaje usual. Esto explica por qué muchas personas desconocen su verdadero significado. Carl Rogers (1902-1987) fue uno de los primeros y principales teóricos de lo que acuñó como “terapia centrada en el cliente o psicoterapia”. Se refiere a la empatía en el contexto de una relación terapéutica, definiéndola como “la captación precisa de los sentimientos experimentados por el paciente y de los significados que estos tienen para él”. Rogers aclaró que para lograr comprensión empática es necesario ver las cosas como el otro las ve, lo que requiere “ponerse en sus zapatos”.

Daniel Goleman, en su obra La inteligencia emocional (1936), explica que la empatía no se reduce a conocer; incluye también comprender los problemas que se esconden detrás de los sentimientos negativos de otra persona. Con Goleman, la empatía dejó de limitarse a una terapia de la consulta personal parar ser una de las competencias emocionales aplicables al mundo del trabajo, tal como lo propone en La inteligencia emocional en la empresa (1998). En ella explica que existen nuevos parámetros para evaluar el trabajo de las personas; ya no bastan los conocimientos y la cualificación técnica; cada vez son más necesarias las competencias emocionales, entre otras la empatía, la adaptabilidad y la persuasión. No obstante, en 2022, la empatía en el ámbito laboral apenas está implantada en las empresas, cuando el trabajo  es el lugar más apropiado y más necesario para ser empáticos.

La empatía provoca una mayor sensación de comodidad en el trabajo, las relaciones son mucho más fluidas, lo que desemboca en mayor productividad.

El trabajo bajo presión, la competitividad y el consiguiente estrés reclaman una terapia específica. Aunque cada vez más empresas apuestan por implantar la empatía laboral, quedan muchas que aún no han dado ese paso, por no ser conscientes de su trascendencia. La empatía es un factor clave de las relaciones personales en el ámbito laboral, ya que se necesita captar continuamente los sentimientos de los clientes, de los empleados y de los competidores. De ese modo se pueden aumentar las ventas, crear ambiente de trabajo motivador y adoptar mejores decisiones. La empatía es un valor muy tenido en cuenta por el departamento de recursos humanos a la hora de seleccionar a los candidatos. En general, y en algunos puestos en particular, es importante tener esta capacidad empática. Un candidato no empático probablemente no será aceptado si el entrevistador sabe detectar esa carencia, que se ha denominado “sordera emocional”. Quien la padece está incapacitado para hacerse cargo de los sentimientos de los demás; por este motivo pueden ser muy crueles con otras personas sin ser conscientes de ello.

La empatía provoca una mayor sensación de comodidad en el trabajo, ya que las relaciones se vuelven mucho más fluidas, lo que desemboca en una mayor productividad y en un mejor clima de trabajo. Siendo empático, el trabajador eliminará prejuicios y suposiciones, entendiendo mejor a sus compañeros; la empatía permite una mejor comunicación entre trabajadores, por lo que las relaciones se hacen más fuertes y duraderas. Esto será positivo no solo para su trabajo, sino para toda su carrera profesional. No se nace siendo empático, sino que es algo que se va desarrollando a lo largo de la vida de una persona con la ayuda de cursos de formación sobre inteligencia emocional. Me parece fundamental que los estudiantes universitarios que tengan el propósito de trabajar en una empresa desarrollen competencias emocionales ligadas a prácticas laborales dirigidas. Esto es preferible a hacerlo de forma intensiva al terminar la carrera, por dos razones: se gana tiempo y se obtiene un mejor aprendizaje.

Universidad de Navarra
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COLUMNAS

Una cita con Adrián Recinos

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Dr. Jorge Antonio Ortega Gaytán

[email protected]

El enigmático andamiaje del paso del tiempo con su predicción me volvió a
concertar una cita con el legado de uno de los escritores de renombre de antaño, Adrián Recinos Ávila, significativo para Guatemala en el mundo académico, político y diplomático del siglo pasado y, por siempre. La semana del 17 de enero del año en curso, por iniciativa del Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica (Cirma), nos dimos cita en la Muy Leal y Muy Noble Ciudad de Santiago de los Caballeros, la Junta directiva de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala AGHG, los descendientes de nuestro distinguido escritor e invitados especiales. 

Mi primer contacto con él fue con uno de los trabajos de mayor repercusión de Adrián Recinos, la traducción y publicación del Popol Vuh, el cual fue descubierto en la Biblioteca Newberry, de Chicago Illinois, Estados Unidos. Una lectura obligatoria en la primaria, de aquella primera convivencia hace más de medio siglo. Un viaje fascinante al universo al inframundo Xibalba; la crónica del caminar de los gemelos, la creación de hombre de maíz, los mitos, desde la cosmovisión maya. Luego vinieron otras citas con el escritor guatemalteco, con la lectura y análisis de El Memorial de Sololá (1950), Los títulos de los señores de Totonicapán (1950); y Crónicas Indígenas  (1957), con lo cual completé el conocimiento del ámbito previo a la conquista y, como todo ello, posteriormente la lectura de los documentos que Recinos tradujo y publicó para nuestras generaciones y las próximas. Otras publicaciones siguieron en su vida, como: Don Pedro de Alvarado: conquistador de México y Guatemala, Monografía del Quetzal, y varios ensayos de Doña Leonor de Alvarado (1958). Ciudad de Guatemala, crónica desde su fundación hasta los terremotos de 1917–1918 (1922); y una de sus obras de mayor prestigio como historiador fue La Monografía del Departamento de Huehuetenango (1913). Disfrutando de un ambiente agradable en el inmueble que ocupa la sede de Cirma en La Antigua Guatemala, luego del saludo protocolario, se dio la presentación del archivo personal digitalizado de Adrián Recinos Ávila por intermedio de cada una de las personas que participaron en la odisea de organizar, estabilizar, catalogar, digitalizar y asegurar el legado del guatemalteco, tarea titánica que duro tres años según la explicación de la directora del archivo histórico, Thelma Porres, de dicha entidad, que además expuso la importancia de un archivo personal en los siguiente términos: “Un archivo personal es aquel que contiene los documentos generados y recibidos por una persona a lo largo de su vida, incluyendo todas sus funciones y actividades, independiente del soporte…”, “… diversidad de material personal como oficial: fotografías, cartas, conferencias, discursos, documentos personales, entrevistas, fichas de investigación, folletería, hojas sueltas. Invitaciones, libretas de bolsillo, listas de referencias, memorándums, periódicos, postales, publicaciones, recortes de periódicos, semanarios, tarjetas, telegramas y otros”. Luego, Thelma nos guió, en un recorrido por la vida de nuestro compatriota desde su nacimiento en La Antigua Guatemala un 5 de julio de 1886, hijo de Teodoro M. Recinos y de Rafaela Ávila. Hizo sus estudios en el Instituto Nacional Central para Varones, donde se graduó en 1902 y obtuvo el título de Bachiller en Ciencias y Letras. Contrajo nupcias con María Palomo Martínez, con quien procreó cinco hijos: Beatriz, Isabel, María, Adrián y Laura. Durante su época de estudiante universitario en la Facultad de Derecho, publicó sus primeros escritos (1905), fue catedrático del Instituto Para Varones y en la Facultad de Derecho. Fundó una institución literaria denominada El Ateneo Batres Montúfar, Decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y sociales (1921); Miembro fundador del Partido Liberal; así mismo, de la Sociedad de Geografía e Historia de Guatemala (1923), director de la Academia de la Lengua de Guatemala; presidente de la Asamblea Legislativa (1926), además de haber participado como candidato en las elecciones a la Presidencia de la República en 1944. 

Colaborador DCA
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COLUMNAS

La sociedad dela impaciencia (I)

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Gerardo Castillo Ceballos 

Facultad de educación y Psicología de la Universidad de Navarra

Hasta hace pocos años, se asumía que hay procesos que requieren más tiempo que otros y por eso se dejaban fluir sin acelerarlos. Hoy esa demora está mal vista; se busca el método o el atajo que nos lleve rápidamente al objetivo fijado. Estamos perdiendo la capacidad para esperar. Las personas impacientes quieren todo de manera inmediata y se frustran si no lo consiguen. Les suele afectar una demanda social de velocidad en todo lo que hacen, relacionada con el afán de producir más y de competir mejor. En lugar de disfrutar el camino, se enfocan en llegar al destino lo más rápido posible. Esto sucede tanto con cosas grandes como pequeñas. Por ejemplo, se disgustan cuando tardan en conectarse a la red, o cuando el automóvil que les precede tarda en arrancar tras ponerse el semáforo en verde. Sufren en una cola o con una llamada de teléfono que no es atendida en el acto. Estas pequeñas impaciencias pueden generar otras mayores y en otros ámbitos de la vida, puesto que la impaciencia genera más impaciencia. A diferencia de la impaciencia, la paciencia posibilita alcanzar metas a largo plazo. Las personas pacientes están dispuestas a seguir trabajando incluso si los resultados no son inmediatos; esto les permite mantener la motivación y la confianza en sí mismos y seguir adelante, aunque se presenten dificultades. Tener paciencia significa esperar el tiempo que sea necesario para terminar algo, incluidos los trabajos minuciosos o pesados. Se trata de una virtud humana, de un rasgo de personalidad madura y de una buena forma de vida. Para Teresa de Jesús, es una de las más grandes virtudes humanas y cristianas, sobre todo necesaria para superar los momentos de prueba y dificultad, como muestra en estos versos: “Nada te turbe, nada te espante todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta”. 

              Continuará… 

Colaborador DCA
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COLUMNAS

La irradiación del temor

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Magdalena Browne

Escuela de Comunicaciones y Periodismo

La última Encuesta Bicentenario de la Universidad Católica mostró una mirada sombría de los chilenos respecto a la sociedad y su entorno. Entre las diversas corrientes de opinión detectadas en el estudio, una merece especial atención por sus efectos: el aumento de la preocupación y del temor frente al delito. Ya antes otras investigaciones habían ilustrado esta situación. 

A fines del año pasado, tanto Fundación Paz Ciudadana como la encuesta Enusc del INE presentaron los registros más altos desde que miden este fenómeno, en horizontes de tiempo de 23 y 10 años, respectivamente. A partir de investigación anterior (Scherman y Etchegaray, 2013; Browne y Valenzuela, 2018), se puede presumir que el progresivo incremento de los delitos más violentos, como los homicidios, podría ser un factor multiplicador del temor, pues este tipo de crímenes recibe mayor atención ciudadana y de los medios de comunicación, “resonando” así en forma persistente y prominente en las conversaciones cotidianas de las personas. 

El temor está relacionado tanto con la percepción de la probabilidad de ser víctima de un delito como con la autopercepción de vulnerabilidad, algo que está desigualmente distribuido en nuestro país: son las mujeres, los de más edad y los grupos de menores ingresos los que siempre se declaran más temerosos. La sensación de temor se enraíza así en la baja confianza en la eficacia de los dispositivos institucionales de prevención, defensa y control disponibles. 

Para la política pública, la irradiación del temor es un problema en sí mismo, especialmente en América Latina (Dammert, 2012). Variada investigación internacional (Lee et al., 2020) da cuenta que el miedo repercute en la calidad de vida de las personas, por ejemplo, en la restricción de movilidad, abandono de espacios públicos, aumento de la segregación urbana, incremento del estrés, ansiedad y aislamiento. Un alto temor puede también deteriorar el capital social, debido al fortalecimiento de actitudes negativas asociadas a la desconfianza interpersonal, en particular frente a desconocidos de distinto origen social, cultural o nacionalidad. Los temores deben ser encauzados debidamente por el sistema institucional. 

No pueden quedar a merced de los vaivenes electorales, terreno fértil para proclamar medidas “efectistas” contra el crimen. Ni menos dejarlos en manos de liderazgos autoritarios que se nutren de la rabia y culpabilizan a grupos sociales enteros con diagnósticos maniqueos. Como plantea la filósofa Martha Nussbaum, la exacerbación de la retórica simplificadora del miedo tiene su efecto en la democracia: divide, inmoviliza e impide la cooperación. Pero, sobre todo, desenfoca. No permite construir una política seria y contundente contra el crimen y la propagación del temor, pues dificulta cimentar su pilar fundamental.

Colaborador DCA
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