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COLUMNAS

Conjugar el nosotros (I)

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José María Torralba
Catedrático de Filosofía Moral y Política
Profesor del Máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea

La vitalidad de una comunidad política depende de su capacidad para conjugar el nosotros. A nadie se le escapa que en nuestro país la estamos perdiendo a marchas forzadas.

Parecemos empeñados en eliminar de la gramática política la primera persona del plural o, peor aún, en adulterar su significado: cuando se habla de ‘nosotros’ ya no se hace referencia a todos los ciudadanos, sino solo a quienes forman parte de mi partido, colectivo o grupo identitario.

Los ‘vosotros’ y los ‘ellos’ corren el riesgo de convertirse en extranjeros en su propia patria.

Es ya un lugar común achacar la causa de nuestros problemas políticos a la polarización. Sin embargo, no parece un diagnóstico del todo acertado.

Por nocivo que resulte entender las relaciones sociales como una dialéctica de amigo/enemigo o un juego de suma cero, la verdad es que la confrontación de opiniones, incluso extremas, es algo natural y saludable en las sociedades libres.

Acerca de cuestiones importantes para la vida en común, la unanimidad de opiniones siempre resulta sospechosa.

La guerra, militar o verbal, no es el estado natural del hombre, pero tampoco lo es la paz de los cementerios. Todo lo vivo se caracteriza por estar en tensión; perderla equivale a morir.

Por eso, que haya posturas contrapuestas y que se defiendan con vehemencia en el ágora es más bien un signo de vitalidad. Si nos inquieta que otros piensen de manera distinta, significa que los demás no nos resultan indiferentes ni ajenos.

Con Aristóteles aprendimos que somos seres dotados de palabra precisamente para poder dialogar y discutir sobre el bien y el mal, lo justo y lo injusto.

Esto es lo decisivo: con sus divergencias y singularidades, los consideramos parte de nosotros. Con Aristóteles aprendimos que somos seres dotados de palabra precisamente para poder dialogar y discutir sobre el bien y el mal, lo justo y lo injusto.

Y que esa es la tarea crucial de la polis: determinar entre todos en qué consisten la vida buena y el bien común o, dicho de otra manera, qué forma debe tener una sociedad justa y humana.

La vida social posee una ineludible dimensión ética. No se puede hacer política al margen de la moral. Gracias a aportaciones como las de Michael Sandel, se ha roto el espejismo de la neutralidad del espacio público. Incluso en democracias liberales como las nuestras, cualquier decisión sobre lo justo depende, en último término, de la concepción que se tenga acerca de lo bueno. De hecho, todo indica que probablemente debido a la ley del péndulo en estos últimos años hemos acabado en el extremo opuesto al de la neutralidad: la hipermoralización.

La política trata ahora de entrometerse en todo, imponiendo concepciones muy concretas del bien humano que van mucho más allá de los principios morales exigibles para la convivencia.

Actualmente está en riesgo la sana distinción entre la esfera pública y la privada. Por este camino, acabaremos, otra vez, en la imposición de la moral de unos sobre todos.

Así parece indicarlo el modo en que en el Parlamento se han aprobado varias leyes sobre cuestiones polémicas que dividen a la sociedad.

Invocando la fuerza de la mayoría partidista, prácticamente se ha dejado sin espacio a quienes las consideran injustas; espacio no solo para actuar conforme a las propias convicciones, sino incluso para pensar de modo distinto.

No es país para disidentes. Se trata de una estrategia peligrosa, pues genera desafección entre quienes no ven reconocidas sus legítimas razones.

Y la base de la vida social consiste precisamente según lo formuló Hegel en que el ‘yo’ se reconozca en el ‘nosotros’. Si las instituciones sociales no se mantienen al margen del juego partidista, pueden acabar perdiendo su capacidad de representarnos a todos.

Ciertamente, la sociedad necesita tomar decisiones sobre lo bueno y lo justo en cuestiones concretas y, con frecuencia, perentorias. La regla de la mayoría es el sistema que nos hemos dado para dirimir las diferencias de manera pacífica.

Continuará…

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COLUMNAS

Así nació la imagen real del mundo (II)

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Ana Eva Fraile
Revista Nuestro Tiempo

Desde este puerto inicia su viaje Una tierra prometida y muestra, sobre fondo azul, los álbumes científicos e intelectuales del siglo XVIII. Entre ellos, los cuadernillos L’Anatomie y L’Astronomie de La Enciclopedia, de Diderot y D’Alembert, dos dimensiones que ilustran la ambición de la ciencia por desentrañar cualquier área de conocimiento.

Sus dibujos enriquecieron los compendios sobre cartografía, astronomía, geodesia y nuevas especies.

Con precisión científica trabajaron también los artistas que se embarcaban en las expediciones, numerosas en ese periodo, para levantar acta del horizonte conocido o de nuevas maravillas. Sus dibujos enriquecieron los compendios sobre cartografía, astronomía, geodesia y nuevas especies, especialmente a raíz de que Carl von Linneo publicara en 1735 Systema naturae, su innovadora propuesta taxonómica para los reinos vegetal, mineral y animal.

En sala se encuentran, por ejemplo, los grabados coloreados a mano de Plantae Selectae, obra de los botánicos Trew y Ehret (que había conocido a Linneo), los dibujos en acuarela incluidos en la enciclopedia Libros ilustrados para niños, los álbumes Plantae officinales de Nees von Esenbeck, que investigó las propiedades médicas de las plantas, las litografías de orquídeas de James Bateman o el trabajo Historia natural de los loros, a los que François Le Vaillant pintó en sus hábitats, un acercamiento novedoso a la realidad.

La siguiente escala en esta travesía traslada al visitante a tierras egipcias, adonde el general Napoleón Bonaparte se dirigió en 1798 con hambre de conquista. A los más de 40 mil soldados se unieron 167 savants, que conformaban la Comisión de Ciencias y Artes.

El cometido de estos ingenieros, científicos y artistas era llevar a cabo una investigación exhaustiva sobre el país. Incluso se fundó el Instituto de Egipto. Aunque la campaña militar fracasó, los miembros de ambas instituciones no regresaron a Francia hasta la capitulación del general Menou, en agosto de 1801.

Solo unos meses después, a principios de 1802, comenzó la aventura editorial.

Continuará…

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COLUMNAS

La seducción del negacionismo climático

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Cristóbal Bellolio

Escuela de Gobierno

El Demoledor es una película de 1993 protagonizada por Silvester Stallone, que versa sobre una armónica distopía donde se castigan los garabatos, la dieta es comida molecular y las relaciones sexuales son virtuales. La única disidencia vive en las cloacas a punta de hamburguesas de ratas, y de cuando en cuando sale a la superficie para asestar golpes terroristas. Su líder es Edgar Friendly.

El credo de Edgar Friendly es sencillo: no está dispuesto a que le digan cómo son las cosas, le gusta decir lo que piensa, y elegir cómo carajo vivir su vida, incluso si se trata de estallar de colesterol. Quiere comer carne hasta hartarse, fumar un cigarro “del tamaño de Cincinnati”, y correr empelota leyendo una Playboy, únicamente porque puede. Los malos no son ellos, que hacen lo que pueden por sobrevivir. Los malos son los de arriba, los que imponen su tiranía frígida y bien portada, que abusan del poder y secuestran los beneficios del progreso.

La negación del consenso climático tiene antecedentes ideológicos, o identitarios.

Friendly es un populista libertario. Populista, porque piensa que la sociedad está dividida en dos: la elite atiborrada y el pueblo postergado. No ve posibilidad de acuerdo, solo de conflicto. Lo que viene de arriba es paquete sospechoso. Pero también es libertario: quiere que la autoridad retroceda de su espacio vital, que no amenace su estilo de vida, que no arrebate sus hábitos de consumo.

El populismo libertario que representa Edgar Friendly es uno de los principales obstáculos que hoy enfrenta la lucha contra el cambio climático. Mucha gente le echa la culpa a la industria de combustibles fósiles y su lobby descarado. Pero hay otros factores que trascienden el interés pecuniario.

La negación del consenso climático tiene antecedentes ideológicos, o identitarios. No todo populismo descree del consenso científico en la materia. Algún eco-populismo de izquierda habrá por ahí. No todos los movimientos plebeyos que resisten la agenda verde progresista, descreen de la realidad de la crisis climática. Algunos sencillamente no quieren pagar la cuenta del festín de economía carbonizada que se dieron otros.

Tampoco todo libertarianismo es negacionista. En principio, se puede aceptar la ciencia climática y discrepar de una política climática que implique ensanchar las atribuciones del estado. Más de alguno insistirá en soluciones privadas a los problemas públicos. Autores como Jason Brennan elaboran una justificación libertaria para la obligatoriedad de las vacunas. Del mismo modo, otros sostienen que la reducción de emisiones es un imperativo del principio de no-agresión.

Pero la combinación entre ambas vertientes ideológicas (el populismo libertario) combustiona un tipo distintivo de rechazo a la ciencia climática, que tiene un poder seductor en ascenso. De hecho, gran parte de los partidos de “derecha populista radical”, para utilizar la etiqueta de Cas Mudde, despliega esta narrativa: las elites buenistas y cosmopolitas que tienen sus necesidades materiales satisfechas, y pueden darse el lujo de posar de ciclistas veganos, le imponen al resto de la gente ordinaria una moralina verde tan paternalista como inviable: para moverse a la pega hay que echarle bencina al auto.

Adicionalmente, la sombra de las futuras restricciones toca la fibra de las clases medias y trabajadoras que se han partido el lomo por llegar aquí. Han hecho de sus hábitos de consumo contaminante un proxy de estatus. Y nada se defiende como el estatus. Mientras tanto, las Greta Thunbergs de este mundo amenazan con una distopía de brócolis y viajes de 35 horas en tren.

Aquí entra la seducción del discurso de Edgar Friendly. Su populismo libertario mata dos pájaros de un tiro: sospecho de la agenda climática porque (a) viene de las elites globalistas y (b) arrebata mis libertades.

Colaborador DCA
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COLUMNAS

Municipios al rescate de los SLEP

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Mauricio Bravo

Vicedecano de la Facultad de Educación

La implementación de los Servicios Locales de Educación Pública (SLEP) ha sido un tema recurrente en el debate público.

Desde su creación, esta política se propuso como una gran reforma educativa destinada a mejorar la calidad y equidad en la educación pública. Sin embargo, debido a errores de diseño o al poco tiempo transcurrido, no ha logrado superar a los municipios en varios indicadores claves, como asistencia, deserción, rotación docente y puntajes Simce.

Estos resultados ponen en entredicho la eficacia de una reforma que, a pesar de sus buenas intenciones, no parece estar alcanzando los objetivos esperados.

Una de las principales falencias identificadas es que no se consideraron las buenas prácticas preexistentes en algunos municipios. 

Una de las principales falencias identificadas es que no se consideraron las buenas prácticas preexistentes en algunos municipios. Las reformas educativas de gran envergadura siempre deben tomar en cuenta las prácticas efectivas ya implementadas.

De lo contrario, no solo se desaprovechan conocimientos y experiencias valiosas, sino que también puede llevar a una implementación que no se ajusta a las realidades específicas de cada comunidad educativa.

Por otra parte, el corto plazo de implementación de los SLEP ha sido insuficiente para evaluar y ajustar adecuadamente sus resultados: “Las incidencias de las políticas educativas son muy diversas y pueden tardar años, incluso generaciones, en hacerse completamente visibles” (OECD Education Policy Evaluation 236, año 2020). Por tanto, antes de seguir avanzando en la implementación de nuevos SLEP, debemos realizar una evaluación robusta que permita identificar sus fortalezas y oportunidades de mejora.

Por último, la suposición de que un sistema educativo uniforme es la solución óptima para fortalecer la educación pública es un error. La diversidad de sostenedores, acompañados de mecanismos efectivos de regulación y supervisión, permite que estos funcionen como un sistema coherente y ordenado.

Además, la diversidad institucional puede ofrecer una respuesta más ágil y adecuada a las diversas necesidades locales, promoviendo así una mayor equidad y eficacia en el sistema educativo.

Colaborador DCA
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