Por: Ignacio Martín, Escuela de Negocios
El fracaso es algo tremendamente denostado en nuestras organizaciones. Fracasar se asocia con incompetencia, dejadez, falta de compromiso o incluso deslealtad. En todos los casos el fracaso se vincula directamente a la persona que supuestamente lo causó, convirtiéndose en un estigma personal: el fracasado. Esta cultura penalizadora del fracaso es comprensible. Cuando las empresas operan en un mundo conocido, donde se sabe de antemano cómo enfrentar los problemas y dónde existe un procedimiento probado para llegar a obtener el resultado deseado, el fracaso indica efectivamente algún problema por parte del responsable de llevar el procedimiento a buen término.
Sin embargo, en el mundo actual, cada vez más complejo e interrelacionado, donde los cambios se producen a un ritmo acelerado, la posibilidad de fracasar surge fundamentalmente de la incertidumbre propia del nuevo terreno al cual debemos aventurarnos. En la incertidumbre existen múltiples factores que pueden generar un resultado inesperado más allá de que la persona tenga la mejor intención y capacidad. Por ejemplo, la inherente complejidad de la tarea o proceso, nuevos factores emergentes, la introducción de procesos innovadores o experimentales, nuevos ámbitos de emprendimiento, son factores que nos pueden llevar a obtener resultados indeseados. Desgraciadamente en nuestra cultura organizacional estos factores no se consideran y nos quedamos en la culpabilización de algún individuo. En general no preguntamos qué ha pasado, qué factor inesperado cambio el curso planificado, o qué podemos aprender del fracaso, lo habitual es que preguntemos quién tuvo la culpa. De hecho, la profesora de la Harvard Business School Amy Edmonson, descubrió que si bien solo el 5 por ciento de los fracasos eran atribuibles directamente a las personas, entre el 70 por ciento y el 90 por ciento de las ocasiones las organizaciones penalizaban a un individuo cuando el resultado no era el esperado.
Pero la consecuencia directa de esta cultura penalizadora es que las personas no se sienten empoderadas y evitan entrar en terreno nuevo o desconocido, en el cual es fácil fracasar, evadiendo tomar la iniciativa o innovar. Solo salen de su ámbito de competencia en caso de verse forzados a ello y siempre tratando de ocultar cualquier error que se pudiera cometer. Estas actitudes, comprensibles por otro lado, impiden el progreso organizacional, ya que inhiben la iniciativa, generan dependencia de la autoridad, mantienen el statu quo e impiden la innovación.
Necesitamos por tanto entender que en el mundo actual, lleno de incertidumbre y complejidad, el fracaso es normalmente síntoma de que estamos saliendo de lo conocido y aventurándonos en el espacio de la innovación. Es más, todos los procesos de diseño y creatividad defienden el fracaso temprano y barato, a partir de la creación de múltiples prototipos, como parte esencial de cualquier proceso de innovación. Y dado que la innovación es parte fundamental de nuestra competitividad, comenzar a crear una nueva cultura en la que el aprendizaje del fracaso sea parte esencial de nuestra forma de trabajar, es probablemente una buena manera de hacer que nuestras empresas sean exitosas y sostenibles.
Tener éxito demuestra que ya sabemos, mientras que fracasar es síntoma de que hay algo que podemos y debemos aprender. Es decir, el fracaso nos abre la puerta a un ámbito de mejora e innovación que no conocíamos. Sin embargo las empresas penalizan el fracaso y con ello limitan su propia capacidad de aprender, innovar y progresar.