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COLUMNAS

Juegos de lenguaje

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Daniel Fernández
Profesor Facultad de Ingeniería

Una forma particular de emplear el lenguaje en la acción es lo que Wittgenstein define como “juego de lenguaje”. Las personas aprenden reglas sobre cómo actuar en una determinada forma de vida mediante un juego de lenguaje: “Se puede representar fácilmente un lenguaje que conste solo de órdenes y partes de batalla. O un lenguaje que conste solo de preguntas y de una expresión afirmativa y negativa. […] Y representar un lenguaje supone representar una forma de vida”.

Un juego de lenguaje contiene reglas implícitas que constituyen un mundo en sí mismo y representa una forma de vida en un contexto; por ejemplo, el modo en que se dan las conversaciones y acciones entre médicos y asistentes en un quirófano.

El médico no vive en ese juego de lenguaje en su casa con su familia. Mientras en un determinado contexto las palabras y expresiones tienen un significado particular, en otro carecen de sentido. ¿Es todo esto algo teórico? Para nada. Tomemos el caso del conscripto Franco Vargas, fallecido en Putre.

Todas las organizaciones humanas actúan en un juego de lenguaje al cual las personas pueden o no adaptarse.

El juego de lenguaje propio del mundo militar, de dar, recibir y cumplir órdenes, define una forma de vida de jerarquías rígidas que otorgan un poder omnímodo al superior mientras el resto obedece. Se entiende que en un contexto de guerra, Wittgenstein escribió parte de su obra mientras luchaba en el frente en la Primera Guerra Mundial, el lenguaje propio de ese contexto deba ser “jugado” en forma estricta (dar, recibir y cumplir órdenes sin miramientos), pero en el diario vivir de conscriptos sin preparación es un abuso de poder y, finalmente, una descontextualización.


Todas las organizaciones humanas actúan en un juego de lenguaje al cual las personas pueden o no adaptarse. De hecho, una forma “natural” de selección pasa por la capacidad de adaptación de los empleados a una determinada forma de vida actuada en un juego de lenguaje. El asunto se complejiza cuando una empresa “vive” en un juego de lenguaje que colisiona con la realidad social.

Este es uno de los principales problemas de adaptación que observamos en muchas empresas, como, por ejemplo, cuando juegan un juego de lenguaje mecanicista: “el mejor”, “aceitar la máquina”, “el primero”, “engranaje”, “vamos como avión”, “funciona como reloj”, “recurso” humano, “alineamiento”, “sintonizar”, “empoderamiento”, en fin. ¿Quiero decir con esto que muchas empresas deben ajustar su juego de lenguaje? Por supuesto, pues las dinámicas sociales han evolucionado en sus formas de vida (y en sus juegos de lenguaje), y solo queda adaptarse.

Colaborador DCA
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COLUMNAS

Recuerdaque sonreirás

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Felipe Muller
Revista Nuestro Tiempo

Rafael Alvira (Madrid, 1942-2024), catedrático de Filosofía, enseñó en la Universidad de Navarra desde 1980 hasta su jubilación, en 2013. Fue un pensador excepcional, interesado en la vida, la voluntad, el deseo y un platónico convencido. Sobre todo, fue un maestro.

Formó a más de treinta promociones de filósofos en el campus de Pamplona a través de un magisterio basado en la amistad. Uno de sus alumnos dice “recordar es volver a pasar por el corazón, como él solía explicar”.

Si hubiese un gesto sobre el que trazar un retrato del profesor Rafael Alvira, fallecido el 4 de febrero, sería su sonrisa, siempre coordinada a la perfección con la mirada. Más que escrita en el alma, se quedaba clavada en la memoria. Cosa rara en un filósofo, el profesor Alvira tenía estilo al vestir y al hablar.

Más que escrita en el alma, se quedaba clavada en la memoria.

Era elegante. Su oratoria desconocía la servidumbre de lo teatral y los excesos (a menudo faltas) de una supuesta personalidad. La sonrisa era la marca de la casa. Digna del Gato de Cheshire, tranquila y segura, callada y enigmática, permanecía en el aire bastante tiempo después de que el profesor hubiese abandonado el aula.

Era amplia y generosa, de oreja a oreja. Solían acompañarla unos ojos reducidos a una única expresión. ¿Conciencia o satisfacción ante lo que había expuesto? ¿Complicidad con su audiencia? Cuando Alvira sonreía en sus clases de Filosofía Antigua, las arrugas de las comisuras de los labios se solapaban con las de los extremos de unos párpados sobresalientes. Su frente redondeada, amplia y despejada, coronaba el gesto.

Lejos de ser capricho o arrebato, esa sonrisa tenía una función específica. En la mayoría de los casos, era el colofón de cuentos, historias, respuestas y explicaciones. Tales, el pozo y la risa de la tracia, Pitágoras en el estadio, las desavenencias entre Parménides y Heráclito, los sofistas y su descubrimiento del discurso, Sócrates y su irónica ignorancia, Platón y las alas rotas del alma, Aristóteles y las deficiencias del hilemorfismo… Alvira zanjaba la cuestión o remataba una anécdota con la sonrisa.

Indicaba un final, sin duda; pero también el retorno al punto de partida, al pistoletazo de salida. Como recurso y declaración de intenciones, funcionaba. ¡Recuerda que, al final, sonreirás! Como si bastase con sonreír para transformar la tragedia del mito de Sísifo o perdón, de la historia de la filosofía en la belleza del susurro de unas olas que, tranquilas, nunca callan.

Pese a las apariencias, no era una sonrisa inofensiva (ojalá existiese algo así como una filosofía inofensiva). Sonrío porque recuerdo y recuerdo porque sonrío. Regresa y descansa. Al final, quién sabe, las carcajadas pasan y las sonrisas, como las olas, nunca acaban.

Colaborador DCA
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COLUMNAS

Sobre la Corona y las Fuerzas Armadas

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Salvador Sánchez Tapia
Profesor de Relaciones Internacionales

La feliz coincidencia en el tiempo de la celebración, austera, como todo en él, del décimo aniversario de la proclamación de Felipe VI como Rey de España y de la culminación en la Academia General Militar del primer año de formación militar de doña Leonor, hace de este un momento propicio para avanzar algunas ideas sobre la Corona como institución pero, principalmente, sobre la princesa de Asturias y su relación con las Fuerzas Armadas.

Después de cerca de cincuenta años de andadura de la Constitución Española, mayoritariamente aprobada por el Parlamento español y refrendada masivamente por los ciudadanos convocados en referéndum, produce entre sonrojo y desaliento tener que explicar la impecabilidad democrática de las credenciales de la forma de Estado que los españoles, por voluntad popular, decidimos darnos y, por ende, de don Felipe, titular de la Corona y símbolo vivo, activo, y eficaz de la nación. Solo quien, ciego y sordo a cualquier argumento racional, no quiere hacerlo, es incapaz de entender y reconocer la legitimidad de que goza la Monarquía por el hecho de estar recogida en una Carta Magna como la nuestra.

La estabilidad que otorga la prevista y previsible sucesión monárquica a un país como España, y la consideración de las alternativas, a veces inquietantes, son motivos más que suficientes para, como mínimo, pensar en la racionalidad de esta forma de Estado, cuando no para abrazarla con entusiasmo.

No es poca la demanda para una muchacha de apenas 18 años.

La princesa de Asturias aparece, precisamente, como la figura destinada a ocupar un lugar central en el proceso sucesorio cuando, por ley de vida o abdicación, falte la de don Felipe. Cuando eso suceda, doña Leonor estará llamada, con arreglo al Artículo 62 de nuestra Ley Básica, a ostentar la jefatura suprema de las Fuerzas Armadas.

Además, y según lo dispuesto por el Artículo 63, en su mano estará, previa autorización de las Cortes y en las condiciones establecidas por el Artículo 97, que otorga al Gobierno la dirección de la política interior y exterior, así como de la Administración Militar, la prerrogativa de declarar la guerra. Pocas decisiones tan difíciles y comprometidas para un monarca como esta, que implica nada menos que exponer a los hijos de la nación a la posibilidad de perder la vida en pos de un objetivo político; tal es la naturaleza de la guerra.

Estas razones, por sí solas, serían ya más que suficientes para entender la necesidad de que la heredera reciba una sólida formación militar que le ayude a comprender no solo la complejidad y consecuencias inherentes al empleo de la fuerza militar en guerra, sino también la mentalidad de los soldados sobre los que ejercerá su mando supremo, sus aspiraciones, sus ilusiones, o su forma de vida.

Por el bien de España y de los valores y principios constitucionales, es esencial que entre la futura reina y sus soldados se forje una sólida relación de respeto, comprensión, aprecio, y afecto que únicamente puede formarse convirtiéndose verdaderamente en una de ellos; en una que comparta sus mismas penalidades y sus mismas alegrías, y que hable un idéntico idioma de amor y entrega a la nación y todo lo que representa.

Pero es que, además, el paso de la princesa de Asturias por las Fuerzas Armadas es una inmersión completa en una institución regida por un exigente código ético, que no es exclusivo de quienes visten uniforme, pero que la institución militar se esfuerza genuinamente en vivir a diario, incluso entre errores y debilidades.

No es poca la demanda para una muchacha de apenas 18 años, por mucho que, para bien de la Corona y, sobre todo, de España, ya haya demostrado un sentido de la responsabilidad y un compromiso con la alta función que le aguarda (llena de sacrificio y entrega, donde otros solo ven privilegios) verdaderamente sobresaliente para una persona de su generación y edad. Los rasgos que estamos viendo en ella permiten mirar al futuro con optimismo y tranquilidad.

Colaborador DCA
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COLUMNAS

De la admiración a la controversia: monumentos en debate (I)

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Maria Jose Chiesa
Académica Facultad de Artes Liberales

En el libro A history of love and hate in 21 statues, el autor Peter Hughes reflexiona sobre
cómo, a través del tiempo, va cambiando la percepción sobre los monumentos públicos. Obras que originalmente eran admiradas y respetadas, pues definían y representaban creencias y valores aceptados, con el paso del tiempo generan rechazo por el cambio en la visión de mundo de las personas.

Los monumentos funcionan, en su dimensión más amplia, como elementos conmemorativos que inmortalizan aquello que nos une.

Los monumentos funcionan, en su dimensión más amplia, como elementos conmemorativos que inmortalizan aquello que nos une en un sentido identitario o aquello que quiere ser mostrado como un ejemplo a seguir para quienes los observan. De ahí que muchas de las obras instaladas en Valparaíso durante el siglo XIX sean dedicadas a personajes que de una u otra forma representan una imagen digna de admirar.

Esto no sería problemático si la identidad y nuestra percepción de la historia fueran estáticas, pero evidentemente no lo son. Ambas son cambiantes y se desafían constantemente, lo que hace que obras que en algún momento fueron admiradas y respetadas, ahora causen tensiones que llevan a su rechazo. Solo basta mirar, dentro de todos los casos posibles, a la estatua de Cristóbal Colón que fue vandalizada a tal punto que tuvo que ser removida del espacio público.

Continuará…

Colaborador DCA
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