Carmen Beatriz Fernández
Profesora de Comunicación Política en la Universidad de Navarra
Cuando apenas era madrugada en la noche electoral, y antes de tener el conteo final, el presidente saliente del Uruguay, Luis Lacalle Pou, felicitaba a su adversario político, Yamandú Orsi.
A la región puede resultarle llamativo este tuit cívico, que en Uruguay es casi norma. El uruguayo es un modelo democrático excepcional en Latinoamérica, con una gobernabilidad basada en el consenso, el respeto a los derechos fundamentales y una ciudadanía que participa políticamente.
El país posee un sistema de partidos fuerte y bastante estable. Cuenta con dos de los partidos políticos más antiguos del continente: el Partido Colorado y el Partido Nacional (fundados ambos en 1836); y, mucho más reciente, y más a la izquierda, el Frente Amplio, fundado en 1971.
En el balotaje o segunda vuelta del domingo la elección se dirimía entre la izquierda frente-amplista y la coalición de centro-derecha de blancos y colorados. Menos de 100 000 votos separaron la victoria de Yamandú Orsi (Frente Amplio) de la derrota de Álvaro Delgado (Partido Nacional en coalición) en el balotaje electoral, apenas cuatro puntos porcentuales de diferencia. Como ha ocurrido recientemente en otras sociedades, el resultado habla de una sociedad claramente polarizada, dividida en dos polos de casi idéntica dimensión. Pero ¿qué hace entonces a Uruguay tan distinto?
Esa mutua tolerancia facilita la construcción social de la realidad.
La polarización ideológica existe en el país. La polarización ideológica se percibe claramente en el Uruguay, y aunque suelen dominar las posturas centristas en las preferencias del electorado, los posturas ideológicas están presentes en el debate y la campaña.
Para el politólogo italiano Giovanni Sartori, la polarización se define a partir de un proceso centrífugo que rompe los consensos de una sociedad. Si bien puede crear problemas para la gobernabilidad, también tendría efectos beneficiosos: al aclarar las opciones políticas alternativas, se crean fuertes vínculos entre partidos y votantes y puede inculcar mecanismos de rendición de cuentas que obligan a los partidos a seguir respondiendo a las preferencias cambiantes de los votantes.
Siempre y cuando el conflicto no supere un cierto umbral, la polarización tendría efectos beneficiosos, con un papel educativo y cohesionador, capaz de crear sólidos lazos entre las instituciones y su militancia.
Estuvimos en Montevideo para seguir la primera vuelta de la elección presidencial como parte del equipo del Observatorio Complutense de Desinformación. A contracorriente de lo que se ha visto en procesos electorales de este 2024, no hubo demasiados reportes de desinformación: el proyecto del Observatorio contabilizó 24 incidentes hasta el balotaje. Parecen pocos en comparación con los más de 200 incidentes en las presidenciales venezolanas 2024 o los identificados en otras elecciones de la región.
Quizás lo más llamativo de la observación electoral fuera ese gran espíritu de convivencia democrática donde frente-amplistas, blancos (Partido Nacional), colorados y demás fuerzas hacían campaña en la calle, en tenderetes contiguos; o festejaban sus resultados en la calzada, a pocos metros de distancia unos de otros.
Esa mutua tolerancia facilita la construcción social de la realidad, y la aceptación de las reglas del juego y los hechos compartidos. En uno de los centros de votación a los que asistimos llegó a votar el candidato Álvaro Delgado, del partido blanco. Había una larga cola y el responsable de la mesa de votación salió a invitarle a pasar. El candidato lo rechazó cordialmente y se puso al final de la fila, esperando su turno. Lo que pareciera ser una venialidad y el “deber ser”, se convierte en un hecho destacable por su excepcionalidad en términos de política latinoamericana.
Una de las primeras democracias del mundo. No en balde, la democracia uruguaya está categorizada entre las primeras del mundo y es clara puntera en la región latinoamericana. IDEA Internacional (The International Institute for Democracy and Electoral Assistance) realiza desde 1975 en 173 países una valoración global del estado de la democracia en los países evaluados; este año, tanto Uruguay como Alemania aparecen en primer lugar en lo relativo a la representación política.
El estado mundial de la democracia se deriva de un conjunto de datos que miden 165 indicadores agrupados en cuatro categorías de desempeño democrático: representación política, derechos humanos, estado de derecho y participación política. Uruguay se ubica en alta posición en todas las categorías.
Pero más allá de indicadores importantes en la edificación de la democracia, un aspecto fundamental es el cumplimiento de las “leyes no escritas” a las que se refieren Levitski y Ziblatt en su obra ¿Cómo mueren las democracias? Esas leyes no son otra cosa que el respeto mutuo por el adversario y por las reglas del juego democrático, que se pueden apreciar en Uruguay cuando a la hora de dar sus discursos, tanto en primera como segunda vuelta, los candidatos y sus compañeros de fórmula agradecían, en primer lugar a la democracia, al árbitro y al sistema, sin olvidar al contendiente.
Las normas informales de la democracia quizás no estén escritas en la Constitución o una ley en particular, pero son esenciales para la estabilidad y el funcionamiento saludable de un sistema democrático. Tienen que ver con la tolerancia mutua entre los líderes políticos, aunque se discrepe en las ideas.
También implica la contención democrática de los actores, donde los líderes se abstienen de actuar de manera que puedan socavar la democracia, con visión de largo plazo. El popular presidente Luis Lacalle Pou, por ejemplo, nunca estuvo por debajo del 50 % de aprobación, pero no por ello pretendió cambiar las reglas del juego que le permitieran una reelección inmediata.
Como tampoco lo hizo, desde la otra acera ideológica, el popular Pepe Mujica en su momento. Parece una obviedad, pero son excepciones en un continente donde lo normal ha sido buscar cambiar las reglas para buscar la reelección.
Todo esto se traduce en una convivencia política que permite alternancias en el poder sin sobresaltos, que termina reforzando la confianza pública en las instituciones y la continuidad republicana.
Para medir la polarización se suele indagar acerca de las opiniones políticas. Una pregunta muy usual es pedirle al entrevistado que se posicione ideológicamente en una línea continua entre el 1 y el 10. Aunque la pregunta puede ser muy útil a efectos de identificar la curva ideológica de una sociedad, no mide una característica de los procesos de polarización más recientes. Pues más allá de la concepción tradicional de la polarización ideológica habría otra modalidad en la que se identifica a los adversarios políticos negativamente y a los copartidarios positivamente. Es lo que se ha venido denominado “polarización afectiva”, muy presente en varias sociedades, como la norteamericana y la española.
La polarización afectiva es distinta de la división ideológica presente en Uruguay, mucho más negativa, y se manifiesta cuando los actores políticos consideran a sus oponentes como enemigos existenciales o ilegítimos, lo que erosiona la cooperación y el respeto por las reglas democráticas.
Se acatan las normas democráticas no escritas
Cuando el candidato ganador Yamandú Orsí augura en su discurso de victoria una “larga vida a nuestro sistema republicano y democrático” está acatando algunas de esas normas no escritas de la democracia que la hacen más vigorosa y de las que tanto hay que aprender.
Lo que hace distinto al Uruguay es, precisamente, este conjunto de prácticas que han convertido al país en un modelo democrático en la región. Tendrá Yamandú obstáculos y dificultades, y una de las que se avizoran está derivada de la dificultad de gobernar sin haber logrado una mayoría parlamentaria clara; pero la continuidad del modelo democrático virtuoso del Uruguay dependerá de su compromiso y capacidad de preservar estos hábitos democráticos.
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