miércoles , 27 noviembre 2024
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Los asesinos siguen sueltos parte (I)

Los asesinos que el 18 de julio de 1949 asesinaron a Francisco Javier Arana, y que con su asesinato asesinaron –también– a la Revolución de Octubre (la Revolución del 20 de octubre de 1944) siguen sueltos –el crimen impune– y los asesinos de hoy –la reencarnación de aquellos– tan crimínales como ellos haciendo uso de sus mismísimas excusas y, exactamente igual, siguen justificando el crimen.

Francisco Javier Arana no “encontró” la muerte en el Puente de la Gloria –suena hasta poético– sino que fue en ese puente asesinado.

Quien no respeta una vida, ninguna respeta, algo que no entendieron los asesinos de entonces y que, los de ahora –persistentes en lo mismo– siguen aún sin comprenderlo.

Es mentira –absolutamente falso– que el Congreso de la República- en esa misma fecha –el 18 de julio de 1949– la fecha en que fuera asesinado, y es más –en fecha alguna– haya destituido de su cargo a Francisco Javier Arana, jefe de las Fuerzas Armadas de la Revolución, patraña inventada por sus asesinos, los asesinos de entonces, para justificar el crimen y que los asesinos de ahora siguen sosteniendo con idéntico propósito e idéntico desprecio por la vida humana. “Qué importancia podría tener, si se trata de una sola”.

En repetidas ocasiones les he emplazado –a estos y a aquellos, y me permito emplazarles nuevamente– una vez más –para que nos pongan a la vista el decreto legislativo– decreto del Congreso de la República –en el que se le hubiere destituido– algo que no han podido hacer hasta la fecha y que no podrán hacer nunca, porque ese decreto jamás existió; Francisco Javier Arana no fue nunca destituido de su cargo, ni en esa fecha, ni en fecha alguna.

No se trata de que se haya publicado o no el decreto de destitución –no es eso lo que alegamos quienes, sin presumir de historiadores, sabemos historia– sino de algo más sencillo y terminante, y es que no hubo tal decreto y que –en consecuencia– mal podría haberse publicado.

No es un tema ni siquiera jurídico, sino fáctico; la destitución alegada por sus asesinos jamás existió; a quien asesinaron no fue al “destituido” jefe de las Fuerzas Armadas del Ejército de la Revolución –el Ejército de Guatemala– sino al jefe de las Fuerzas Armadas de ese Ejército, en el pleno ejercicio de su cargo.

¿No son capaces los “historiadores” de hacer una mínima incursión en los archivos del Congreso

–antes de hablar y de mentir– y corroborar que no existe la destitución que sus asesinos inventaron?

¿No les da vergüenza afirmar lo que no es cierto?

Se inventó también, de igual manera, que se habría librado una orden de captura contra Francisco Javier Arana, y que sus asesinos no querían asesinarlo, sino capturarlo, siendo el caso que lo de la orden de captura es tan mentira como el decreto de su destitución, no habiéndose librado –jamás– una orden de captura en su contra.

También he emplazado a los asesinos para que presenten la orden de captura, sin que hasta la fecha hayan podido presentarla, y les emplazo nuevamente a que lo hagan.

Si fuera cierto lo de la destitución y lo de la orden de captura –grave el señalamiento que hago a sus asesinos y a quienes se hacen asesinos sosteniendo la patraña– ya las habrían presentado.

Sin embargo –quede hecho el emplazamiento nuevamente y con la terminante prevención de que– si no presentan los documentos de destitución y de orden de captura –la imputación– que se les hace y que les hago de asesinos, seguirá siendo irrefutable.

Se miente también cuando se afirma que Francisco Javier Arana –triunviro de la Revolución y jefe de las Fuerzas Armadas del Ejército de la Revolución (el Ejército de Guatemala)–, habría formulado un ultimátum al presidente Arévalo y que este, a raíz del ultimátum, habría ordenado al ministro de la Defensa Nacional que procediera a su captura, extremos –ambos– que quedan clara y categóricamente desmentidos por el propio expresidente Arévalo en su libro Despacho Presidencial, libro que ordenó que fuera publicado hasta después de su muerte.

Juan José Arévalo Bermejo –primer y único Presidente de la Revolución– de la Revolución plural del 20 de octubre de 1944 ¿Un mentiroso? ¿Un mentiroso capaz, incluso, de mentir frente a la muerte?

¡Por favor!

¿Incapaces los “historiadores” de una hojeada, siquiera, a dicho libro: fuente que es auténtica?

Ningún favor se hace a Juan José Arévalo –el Presidente democrático, que, a decir de los propios “historiadores”, nos enseñaba a todos cómo debía ser un Presidente democrático, cuando le atribuyen que habría ordenado –arbitrariamente– sin que hubiera orden judicial alguna, que se detuviera a un ser humano.

“Va con mi autoridad, Coronel”, tal la despedida del expresidente Arévalo a Francisco Javier Arana, el día en que fuera asesinado. ¿Así de hipócrita el primer y único Presidente de la Revolución?

¡Por favor!

La infamia de atribuir al expresidente Juan José Arévalo Bermejo la arbitrariedad de detener a una persona sin orden judicial, orden que habría dado a Jacobo Árbenz Guzmán, se complementa con la soberana estupidez de afirmar que este, Jacobo Árbenz Guzmán, la habría ejecutado “con prontitud y eficiencia” (con tanta eficiencia –el comentario es mío– que para hacerlo, le habría asesinado).

¡Vaya eficiencia!

Tan pronto y eficiente el cumplimiento de la orden recibida –orden que jamás fue dada, reitero, por el presidente Arévalo– que para ejecutarla se habría hecho de una auténtica jauría integrada por el chofer mismo de su esposa y otros desconocidos pachucos a quienes nunca se llegó a identificar, a ciencia cierta; un militar nicaragüense (miembro de su Estado Mayor Personal, el de ministro de la Defensa) un militar diputado, al frente, después, de la reforma agraria; el subjefe de la Policía –única autoridad que hubiera sido competente si el operativo se hubiera tratado de verdad de una captura– y de otros asesinos –o no asesinos– más.

Continuará

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