Por: Ricardo Fernández
El corazón ha sido un símbolo secular y universal de la ternura, la afección, la pasión, el amor divino y el amor al prójimo y, a la vez, emblema de vida moral y emocional. Desde el siglo XVI, se le tuvo no solo como sede, sino sobre todo agente de los afectos, por lo que en aquel siglo del Renacimiento se le adoptó, en términos generales, como símbolo del amor. En nuestra civilización occidental, amén de recep-táculo anímico y lugar de ubicación de los sentimientos, también se le ha tenido como cuna de la intuición (corazonada), la sabiduría y el universo espiritual.
Es símbolo de la caridad y atributo de Venus, de la paciencia, la amistad y la rectitud. La personificación de la caridad, como una matrona amamantando a unos niños o protegiéndolos, se solía acompañar, en algunas ocasiones, de un corazón llameante que habla per se de la práctica de esa virtud teologal. Entre sus acepciones peyorativas, hay que hacer notar que figura con la alegoría de la envidia, como una mujer que se roe el corazón.
Corazones de reyes y otros notables. Durante la Edad Media, se extendió la creencia de que los cuerpos de los enterrados dentro de las iglesias se beneficiaban más de los oficios litúrgicos que se celebraban en ellas y, por tanto, alcanzaban antes el perdón divino. Es por ello por lo que las sepulturas más cercanas al altar tenían más valor que las que estaban más alejadas. Destacados personajes dejaron ordenado, por vía testamentaria, el envío de sus vísceras a los santuarios de su devoción, como muestra el corazón de Carlos II en Ujué. Como es sabido, el monarca, siguiendo la tradición de los Capetos, ordenó que su cuerpo fuese eviscerado y que sus entrañas se depositasen en diferentes santuarios.
Su corazón llegó al santuario en enero de 1387. En 1404, Carlos III mandó hacer una caja de madera de roble para conservar la víscera. El subprior de Roncesvalles anotaba, a comienzos del siglo XVII: “advierto aquí una antigüedad: que los reyes de Francia y Navarra y otros muchos príncipes guardaban una costumbre y era que, en acabando de morir embalsamaban los cuerpos, mayormente cuando se había de llevar lejos a enterrar y hacían repartición del corazón y entrañas, llevándolas a las iglesias que el difunto tuvo más devoción …, en las cuales se celebraban misas y otros sufragios por las ánimas el día que se trasladaban o depositaban”. Incluye, entre otros ejemplos, lo sucedido con la reina Doña Juana, mujer de Carlos II, fallecida en 1374, enterrada en Saint Denis, cuyo corazón fue a la seo pamplonesa y sus entrañas a Roncesvalles.
En pleno siglo XVII, el obispo Palafox ordenó que, tras su muerte, se abriese su pecho y en su corazón se clavase una lámina argéntea con los nombres de Jesús, José y María, por un lado, y San Pedro, San Juan Evangelista y San Juan Bautista por el otro. La pieza, diseñada por el obispo, fue realizada por el platero José Martínez, en 1659, y apareció en la exhumación de su cuerpo, en 2011. En el Siglo de las Luces, el obispo de origen baztanés Juan Castorena y Ursúa (†1733) dispuso en su testamento, en Nueva España, enviar partes de su cuerpo al convento de la Concepción de Ágreda en la siguiente cláusula: “Iten ordeno que mi última y deliberada voluntad que, abierto mi cuerpo, el corazón, lengua y cerebro superior o los sesos, por ser las oficinas y organización en que el alma unida al cuerpo ejercita sus pensamientos, palabras y obras”.
El Corazón de Jesús. La devoción al Corazón de Jesús y su difusión en la España del siglo XVIII, promovida por la Compañía de Jesús, resulta un hecho incontestable. Las primeras representaciones del tema, de amplia elaboración intelectual, fueron estampas sueltas o ilustraciones que acompañaban a libros de célebres jesuitas, que estuvieron en la órbita de la gran responsable del culto, Santa Margarita María de Alacoque.