Se trató de un “diálogo” de casi cuatro horas en el que dos oíamos y tan solo Daniel Ortega hablaba (exagero, perocasi) increíble suena que nos limitáramos dos a oír por cuanto que uno de los oyentes era nada más y nada menos que Gustavo Argüello Pasos, inolvidable personaje, dado a hablar –con suma propiedad que conste– hasta por los cuatro costados. Pues bien, en aquel diálogo, casi monólogo, hizo Daniel Ortega un repaso del parlamentarismo y lo hizo a nivel universal para concluir adolecíamos de la falta de un verdadero Parlamento, sometido el Parlamento (Congreso o Asamblea) –mal inveterado entre nosotros, al Organismo Ejecutivo y, más explícito aún– al Presidente. La pasión y el entusiasmo de Daniel Ortega por el parlamento y por los sistemas parlamentarios, el expresado en aquel entonces, tenía un mar de fondo, pues había comprendido el dirigente que el sandinismo parecía tener un infranqueable techo que rondaba por el 35 % de los posibles votos válidos para cualquier elección presidencial, suficiente para hacerse de una buena representación parlamentaria –e incluso, hasta de una mayoría, al menos relativa– pero insuficiente para alcanzar la Presidencia, seguro perdedor su candidato Daniel Ortega sería ese candidato ¿Quién otro? en cualquier segunda vuelta a celebrarse: ganador en la primera, quizá –pero tal su sino, al menos siendo él el candidato– seguro perdedor en la segunda. El Parlamento, la expresión más genuina de la representación del pueblo, “tal su sueño”, se haría una realidad en Nicaragua y así el Gobierno –finalmente– surgiría del pueblo a través del Parlamento, formado y sostenido el Gobierno en atención a su confianza y sujeto, en todo momento, a la fiscalización parlamentaria (la del pueblo). Sería el final –finalmente, y valga la redundancia– del somocismo que se estaba dando sin Somoza, una consecuencia lógica –independientemente de quién fuera el mandatario– de aquel sistema caracterizado por el excesivo poder del Presidente. Daniel Ortega, para entonces, ya había gobernado pero lo había hecho en circunstancias especiales, inmediatamente después de la revolución y del breve paso por el poder de la Junta Revolucionaria de Gobierno, Junta que había presidido y, tras su mandato, había sido derrotado después en elecciones por Violeta Chamorro, integrante que también había sido de esa Junta, derrota que asumió con toda entereza entregando democráticamente el poder, un hecho sin precedentes en la historia. Candidato a la Presidencia de la República fue derrotado sucesivamente por Arnoldo Alemán y por Enrique Bolaños, vicepresidente en el gobierno de Alemán, período este, el de Enrique Bolaños, que fue cuando sostuvimos el “diálogo” citado. En todos los procesos electorales de la democracia nicaragüense había logrado ser el ejército sandinista un importante baluarte de la institucionalidad del Estado, Humberto Ortega, hermano de Daniel, al frente suyo, en su momento. La elección ganada por Arnoldo Alemán –tal la clara intención de las autoridades electorales– estuvo a punto de ser escamoteada, pero la institucionalidad se impuso, institucionalidad a la que la observación internacional –especialmente la de países hermanos– puso su importante granito de arena. El sueño parlamentarista de Daniel Ortega le hubiera hecho mucho bien a Nicaragua, pero concluyó cuando fue pactada la reforma de la ley de tal forma que no fuera necesaria una segunda vuelta electoral si el candidato ganador obtenía el 35 % de los votos y sacaba una ventaja del 5 % sobre el siguiente contendiente, reforma acorde a sus precisas necesidades personales. Daniel Ortega, en elecciones libres, ganó la Presidencia habiendo tenido el gran acierto de llevar como compañero de fórmula a Jaime Morales Carazo, patriota de altos quilates, liberal y la mejor de las garantías para una Nicaragua reconciliada entre sus diferentes sectores. Daniel Ortega, cuando ya en el poder, al concluir su mandato democrático, mandato exitoso de reconciliación y progreso en el que Morales Carazo fue determinante, intentó y logró la reelección, prescindiendo ya de Morales Carazo –tal y como prescindió de sus sueños parlamentarios– teniendo como compañera de fórmula a su propia esposa, Rosario Murillo, en unas elecciones –las de la reelección– que fueron dura y ampliamente criticadas. La Policía nicaragüense, policía sandinista, bajo la dirección de Aminta Granera, nombrada esta directora general por Enrique Bolaños, supo ganarse un importante espacio de respeto entre la población, y tuvo la capacidad de propiciar la paz social en Nicaragua, ejemplares en toda el área centroamericana aquella policía y su mandato. Algo pasó –sin embargo– lo que no llego a comprender pero, a estas alturas, carece incluso de importancia cuanto pudo originar lo acontecido –si espontáneo o inducido– y que lleguemos a entenderlo. (Me comentan que Aminta Granera había dejado de mandar y que, conservando nominalmente el mando, era alguien más el que mandaba). Su renuncia en tales condiciones y derramada sangre ya llegó tardía. Daniel Ortega debe dejar el poder, autor, o no, de las muertes que ha habido –más de doscientas– y debe dejarlo ya porque, si ajeno, fue incapaz de impedirlas e incapaz resulta ya de gobernar sin sangre, en Nicaragua y –si no ajeno– si autor de esas muertes, absoluta es la razón para dejarlo. Se impone la amnistía (aunque ingrata) y que se vaya a su casa, vicepresidenta incluida: uno y otra perdieron la capacidad de gobernar –sin sangre– y, así, deben comprenderlo: la responsabilidad es suya. Ingrata es la amnistía para las víctimas y los familiares de las víctimas –la vida de cada ser humano, un fin en sí misma, irrepetible– pero, aunque ingrata, es necesaria: Sin amnistía seguirá la sangre y derramará sangre hasta el final, quien –si no lo había sido– se convirtió ya en un tirano. Sean otros, ajenos a la sangre, quienes intenten restablecer la paz y la concordia que con tanto esfuerzo y con tanto sacrificio había logrado establecerse. Quien no respeta una vida (¿Qué es lo que habría de extrañarnos?) ninguna respeta.