El culto al Divino Infante experimentó en la Edad Moderna un gran desarrollo, pudiéndose hablar de un hecho histórico y a la vez sociológico: la universalización y entrada de los niños Jesús en la cultura y la piedad popular. Sus imágenes, en diferentes ámbitos, trascendieron lo estrictamente religioso para encuadrarse en una dimensión más amplia: la cultural.
Presentes en casas y palacios en otro tiempo, todavía sorprende la cantidad de esculturas que se conservan en los monasterios de clausura, aunque su número palidece respecto a las referencias sobre sus imágenes que nos proporciona la documentación. Como es sabido, la devoción a esta iconografía de Cristo se desarrolló en el contexto de las meditaciones de la vida del Señor, a la vez que la piedad popular encontraba en aquellos simulacros del Niño uno de sus principales alicientes de espiritualidad. Todos los grandes santos y reformadores lo tuvieron entre sus temas predilectos, de manera muy especial, Santa Teresa.
Pero será en el período Barroco, cuando el tema adquirió gran significación, como se puede observar en la creación de tipos iconográficos en las diferentes escuelas. Entre las órdenes religiosas, destacó el Carmelo Teresiano. En sus casas existe un sinnúmero de imágenes, en sus diversas variantes.
Entre las órdenes religiosas destacó el Carmelo Teresiano.
También, se documentan religiosos de la orden que se significaron en la difusión de su culto y devoción, como el padre Francisco del Niño Jesús, el hermano Juan de Jesús San Joaquín o la madre Ana de San Agustín, cuyas biografías, acompañadas de sus retratos, se publicaron en pleno siglo XVII. De estos religiosos citados, hemos de destacar por su trascendencia en Navarra, la figura del hermano Juan de Jesús San Joaquín (1590-1669), natural de Añorbe, en donde aún se celebra al día de hoy una fiesta en honor de una imagen del Niño Jesús.
Su famoso Niño Jesús se conserva en los Carmelitas Descalzos de Pamplona y lleva la cruz en los hombros. Otra de las razones por las que clausuras femeninas se poblaron de pinturas y sobre todo de esculturas del tema, radica en el paralelismo establecido por algunos autores, sobre todo Jean Blanlo (1617-1657), en su libro L´infance chrètienne, entre las virtudes de la infancia de Cristo y los carismas y las formas de la vida contemplativa.
A lo largo del período postridentino, se pueden señalar otras causas en el éxito de aquella iconografía: el fervor católico atraído por los temas más familiares y cercanos, así como el caso de muchos santos canonizados en aquellos momentos, que destacaron por su particular devoción al Divino Infante. Muchas de esas imágenes cuentan con su ajuar de vestidos y mantos de los colores litúrgicos y, a veces, de las propias órdenes religiosas, no faltando coronas, coronas de espinas y potencias de plata y plata sobredorada, así como otras joyas para su adorno.
En muchas ocasiones, las esculturas no llaman la atención por su calidad y valor artístico, sino por su uso y función. Algunos son de procedencia cortesana e incluso hispanoamericana y filipina. Su cronología, junto a sus donantes y circunstancias curiosas y particulares de su llegada a los conventos, se ha podido documentar con bastante precisión.
El culto de que eran objeto hasta hace unas décadas habla de costumbres que otrora también se celebraban en los hogares, cuando todo lo relacionado con el Divino Infante pasó, como hemos señalado, de fenómeno religioso a cultural y social. En las Carmelitas de Araceli de Corella, por ejemplo, los hay de madera policromada, de cera vaciada y de marfil. Todas esas esculturas tienen su apelativo, que obedece a su ubicación (Noviciado, Locutorio, Cocinero, Refitolero …) a su origen (Francesito), a su apariencia (Rubito) o al donante (Duque).
Continuará…