miércoles , 27 noviembre 2024
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Los reyes del castillo

Ramón Uría
Revista Nuestro Tiempo

Desde la explanada de la Facultad de Comunicación, al terminar el curso, uno casi puede atisbar la llegada de los primeros peregrinos que, rumbo a Santiago, trae la primavera a Cizur Menor. Los más caprichosos sucumben al aroma del Asador Martintxo; los demás siguen la subida hacia el monte Perdón, que a 20 kilómetros cierra imponente la Cuenca de Pamplona. Esta escena, perenne, también ocurría tras la preceptiva misa dominical de la que los monaguillos de don Pello salíamos disparados, ansiosos por jugar el proverbial partido de futbol. Era en estos domingos de sol cuando el azar de los peregrinos discurría en perpendicular al nuestro, cruzándose como anécdota en un lugar donde el ocio se limitaba a lo que fueras capaz de imaginar.

En general, recibíamos a los caminantes con soberana indiferencia. Sus macutos no entorpecían el rito deportivo y con eso nos bastaba. Sin embargo, algunas veces, los viajeros nos despertaban una excitada sed de aventuras: “¿Y por qué no podemos subir también el Perdón?”, preguntaba con arrogancia el más valiente. Entonces, frenéticos, arrancábamos los candados de las bicis, adelantábamos a los peregrinos y, con la lengua fuera, escapábamos del pueblo. Si para Delibes la felicidad era una sobremesa callada con su mujer, para nosotros era el bullicio, el derrape, el grito, el trasiego de pedaleos rumbo a la cima.

Entre las ruinas del palacete se sucedían las batallas.

Nuestras piernas daban para poco y el Castillo de Guenduláin, en la falda del monte, devenía parada obligatoria. Entre las ruinas del palacete se sucedían las batallas, mientras las bicis descansaban satisfechas al borde del camino por haber hecho posible, como los trenes de Sabina, “la fuga, la huida, la libertad”. Uno olvidaba al instante el Perdón. “¡Por fin somos hombres libres!”, pensábamos. Desde las ventanas de la fortaleza, el pueblo se veía pequeño, minúsculo. No había padres ante los que declarar ni normas que cumplir. Éramos los reyes del castillo. Pero de repente, el calor desaparecía y se cambiaba por un viento hiriente. Hora de volver a casa.

La derrota definitiva acontecía en la cuesta abajo, cuando veíamos a los peregrinos, antaño vencidos, continuar su ascensión. Ahora, con la capelina y el diploma aún calientes, dispuestos a comenzar la vida laboral, hemos vuelto a ser aquellos chavales que presumían de gobernar el palacio. Como ellos, nos hemos imaginado haciendo cumbre en el oficio de nuestros sueños; nos hemos asomado a las ventanas de Guenduláin desde un piso de estudiantes; hemos conquistado el castillo una y mil veces cada vez que salíamos de noche.

En definitiva: durante cuatro infinitos años, hemos hecho lo que nos ha dado la gana, sin darnos cuenta de que nuestra precaria libertad, al igual que en los días del pueblo, siempre ha estado bajo el paraguas familiar, pues, como entonces, siempre hubo un hogar al que volver. Hoy sacamos la cabeza por la inmensa ventana del porvenir. La diferencia es que ya no se prevén patios de recreo en el camino. Ahora que hemos cambiado nuestra bici de campo por un perfil de LinkedIn, nos invade, como a Aníbal a las puertas de Roma, una profunda incertidumbre ante la posibilidad de fracasar en esta nueva senda con destino ignoto.

Pero no sucumbiremos. Como nuestros predecesores, haremos de tripas corazón y, al igual que en el partido de futbol después de misa, iremos fuerte a la disputa, con los tacos por delante. Mi abuelo decía que la buena vida hay que cotizarla. Pues intentemos bregar juntos, ¡qué remedio!

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