miércoles , 27 noviembre 2024
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La frialdad de la “gran estrategia”

Ignacio Morales

Facultad de Artes Liberales

 

 

No son pocos los analistas que en Estados Unidos calificaron (y lo siguen haciendo) a Barack Obama como un realista disfrazado de liberal. Esto, por supuesto, en materia de política internacional. En la práctica, lo que veían era pragmatismo en su toma de decisiones, a pesar que su electorado vitoreaba -alimentado por un carisma discursivo indiscutible- a un presidente idealista, sobre todo después del descrédito internacional sufrido por la segunda administración de George W. Bush. Ocurría algo similar en la arena internacional, el ahora expresidente representaba, al parecer, una administración que veía en la cooperación y el internacionalismo herramientas fundamentales para la mitigación de una serie de conflictos globales.

Ejemplos sobran. Sus promesas de campaña como el repliegue definitivo de las tropas estadounidenses desde Irak y Afganistán, el cierre de la cárcel de Guantánamo en Cuba, el fortalecimiento de sus alianzas transatlánticas, etc. Ya en el poder, y durante dos administraciones, fue él quien prometió un nuevo trato con el mundo musulmán en su famoso discurso en la Universidad de El Cairo, reestableció relaciones diplomáticas con el régimen de los Castro en Cuba, fue un duro crítico respecto a las políticas expansionistas de Benjamín Netanyahu en Cisjordania, designó a Samantha Power como su embajadora en las Naciones Unidas y, cómo olvidarlo, de la mano de su secretario de Estado, John Kerry, llevaron adelante el ahora discutido acuerdo nuclear con la República Islámica de Irán. Con todo, el realista que siempre fue, ha sido y seguirá siendo, dejaba para muchos un buen recuerdo.

Lo cierto es que la distancia entre la realidad y las promesas (como suele suceder) no dejó de ser importante. Las nefastas consecuencias de la “Primavera Árabe”, la ingobernabilidad y crisis política de Libia, el desastre sirio y el nacimiento del Estado Islámico, las tensiones en el Mar del Sur de China, la anexión rusa de Crimea, los años más violentos que se han experimentado en relación con atentados terroristas de carácter islamista radical, etc., fueron solo algunos de los escenarios con los que debió lidiar el demócrata en la Casa Blanca.

A pesar que es tremendamente complicado comprender (aunque no son pocos los que dudan que exista) la denominada “gran estrategia” de Washington de cara al mundo, hay ciertos problemas de estabilidad geopolítica que no han sufrido grandes modificaciones desde la presidencia de Obama hasta los ya casi dos años del errático Donald Trump. Putin sigue esperando su momento, Beijing sigue creciendo macroeconómicamente, Assad sigue en el poder en Siria, al-Qaeda ha resurgido sistemáticamente en Yemen y el África subsahariana, Pyongyang no da garantía alguna de desnuclearización, Teherán sigue siendo una amenaza importante para la estabilidad regional del Oriente Medio y, por supuesto, para dos de los aliados más importantes de Washington en esta explosiva región: Israel y Arabia Saudita.

En este contexto, una parte importante del mundo se ha escandalizado por la desaparición y muerte del crítico periodista saudí Jamal Khashoggi. De acuerdo a lo que se especula, habría sido asesinado por agentes saudíes en el consulado de dicho país en Estambul. El Washington Post, diario estadounidense donde Khashoggi trabajaba, ha liderado el esfuerzo por esclarecer esta trágica muerte. Ha sido tanta la presión internacional, que tanto Riad como Ankara y Washington se han visto obligados a referirse a esta crisis que podría significar una escalada de tensiones insostenible en Oriente Medio. El secretario de Estado Mike Pompeo ya se reunió con la monarquía saudí y con el presidente Erdogan, en Turquía. Desde Ankara, poco se ha dicho oficialmente, aunque no esperemos que los turcos mantengan el silencio por mucho tiempo. Trump, por su parte y en voz de Pompeo, estaría dispuesto a darle más tiempo a Riad para esclarecer la confusa muerte de Khashoggi. Riad intenta, por su parte, desesperadamente desmarcar a la figura de Mohamed bin Salman de la decisión respecto al asesinato de Khashoggi.

Lo más trágico es que en la esfera de toma de decisiones no importa tanto la muerte de Khashoggi. Importan los 110 billones de dólares en armas pactados entre Washington y Riad, el debilitamiento de Irán en esta tensa guerra fría con Arabia Saudita y, por supuesto, la reacción de la corona saudí luego de las amenazas discursivas de Trump. A pesar que el país peninsular ya no está en las mismas condiciones que décadas atrás, la presión internacional podría desestabilizar el precio del petróleo, tal como en 1973 luego de la guerra del Yom Kippur. No es que la vida de Khashoggi ni importe, pero en estas grandes estrategias, los intereses económicos y geopolíticos no empatizan con el sufrimiento individual. Así al menos lo debe considerar Mohamed bin Salman, uno de los poderes más cuestionados dentro de la monarquía saudita.

Creo que no es absurdo pensar que tanto Obama como Trump pensarían lo mismo, hay mucho en juego para escalar más aun la tensión en Oriente Medio. Creo, de todas formas, que la gran diferencia es que Obama sabría cómo manejarlo, sin mover tanto las aguas. Trump nuevamente ha caído en un juego retórico peligroso, un realista sin conciencia de sus palabras. Su defensa ciega del régimen saudí podría afectarle de forma importante, sobre todo en las elecciones de medio término del mes de noviembre.

 Por lo demás, recordemos que son esas mismas armas y los billones de dólares que representan, las que dan muerte a miles de inocentes en la guerra civil yemení. 16 mil muertos y más de dos millones de desplazados en una de las crisis humanitarias más grandes del siglo XXI. Ahora, por lo que sabemos, se suma Khashoggi.

 

 

 

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