Ningún delito tan terrible como el de desaparición forzosa –terrible el de asesinato– la vida del ser humano, fin en sí misma –irrepetible– arrebatada pero, al menos, existe en este la certeza de la muerte.
En el caso de la desaparición forzosa, se da, además, la tortura diaria de la más angustiosa incertidumbre. ¿Vivo? ¿Muerto? ¿Torturado? ¿Podría tener usted capacidad alguna de perdón, si su hijo, un jovencito, un niño, le hubiera sido arrebatado y lo hubieran desaparecido para siempre?
¿Quién podría atreverse a censurar el largo camino recorrido por Emma Theissen Álvarez, madre de Marco Antonio Molina Theissen, para que se hiciera justicia y se condenara a los responsables del crimen perpetrado, un crimen que no cesa? ¿Cómo poder descansar, hasta lograrlo? ¿Cómo pensar en un centavo de indemnización si la desaparición de su hijo no podría compensarse con absolutamente nada de este mundo?
En nuestra polarización grotesca vino a sumarse, a su sufrimiento –otro más– la infamia de afirmar que su lucha por el castigo de los responsables habría sido impulsada por el propósito de hacerse de dinero. ¿Sería el dinero lo que le movería a usted en semejantes circunstancias? Infamia, también, que no hagan ver los medios que Francisco Luis Gordillo Martínez, comandante que fue de la base militar de Quetzaltenango, quedó absuelto de este crimen, y que los delitos por los que le condena la sentencia se le atribuyen por una muy discutible línea de mando en un conflicto irregular, así como infamia, de igual manera, que no se haga ver que no se trata de una resolución firme –esto afecta a todos– y que esta podría ser corregida por tribunales superiores, inocentes todos, pues, hasta que la resolución cobre firmeza, firmeza que podría llegar, o no, a producirse.
No es malo señalar, en aras de la transparencia, que no había necesidad alguna de pedir una indemnización económica en este juicio –pretensión que hubiera podido denegarse– por cuanto que fue decretada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la que, al parecer, la habría fijado en seiscientos noventa mil cuatrocientos dólares de los Estados Unidos de América, algo así como cuatro millones de quetzales y fracción, la que ya fue pagada.
Se pidió en este juicio –como reparación digna– que la citada indemnización, indemnización que ya fue pagada por el Estado con los impuestos de todos los guatemaltecos, la recuperara el Estado repitiendo en contra de los procesados (por sus actos habría incurrido el Estado en el gasto) a cuyo efecto habría de gestionar la Procuraduría General de la Nación, pretensión esta que, con buen criterio, fue desechada por el juzgador, ya que los militares no fueron citados, oídos, ni vencidos en el juicio que se llevara en la citada Corte en contra del Estado. (La citada Corte no juzga personas individuales, sino Estados, y mal podrían afectarse los derechos de estas con sus fallos).
Se pidió también, como reparación digna –satisfecha ya la monetaria por el Estado– que el Campo de Marte cambiara su nombre y tomase –como parque de la memoria histórica– el nombre del joven desaparecido, petición a la que –con buen criterio– tampoco accedió el juzgador. Se habría pedido, también, que se ordenase al Ministerio de la Defensa que en el pénsum politécnico se incluya el Derecho Internacional Humanitario, para evitar que algo como lo ocurrido pudiera volver a repetirse, y a Copredeh (Comisión Presidencial de Derechos Humanos) que introduzca una política pública de protección a los defensores de derechos humanos. De igual forma, que las familias pudiesen plantar un árbol en sedes militares para conmemorar a los niños desaparecidos y que la sede militar de Quetzaltenango se convirtiera en un museo administrado por el Procurador de los Derechos Humanos.
También fue pedido que se diera de baja deshonrosa a los militares procesados, en acto público, petición que también, con buen criterio, fue desechada por el juzgador, ya que esta se trata de una pena que no podía imponer –so pretexto de reparación– sujeta a citación y audiencia, dentro del debido proceso y ante el tribunal competente. Se pidió que el Presidente de la República designase el 6 de octubre como el día de la niñez desaparecida en el conflicto armado, petición que, si llegara a atenderse, bien podría incluir la fecha del asesinato de Rony Elmer Orellana –niño de 9 años asesinado por la insurgencia en los primeros años del conflicto– como el día de la niñez asesinada en el conflicto armado interno.
Se pidió que se implemente una de búsqueda de personas desaparecidas, con información genética, a cargo del Procurador de los Derechos Humanos, con registro que deba incluir a todos los cadáveres y los catalogados como XX, y que también que se impulse un proyecto de ley para autorizar la inscripción de muerte presunta, así como que se implementen medidas de protección para los acusadores, abogados, fiscales, jueces, peritos e investigadores que intervinieron en el proceso.
Que se impulse en el CONGRESO la Iniciativa 3590, iniciativa encaminada a establecer una comisión esclarecedora del paradero de personas desaparecidas. Con respecto a este proyecto de ley, no puedo sin recordar que, en unión de Nineth Montenegro, GAM, cuando fui procurador general de la nación y jefe del Ministerio Público, propuse –1992– la creación de una comisión de este tipo en mejores términos, comisión que, como toda comisión, debía ser temporal, y que descartaría cualquier efecto penal de sus pesquisas. Una comisión aquella, sin réditos ideológicos ni propagandísticos, profundamente humana.
Que el Ministerio de Cultura y Deportes (Debería ser de Deporte, puesto que no es de Culturas, pero, en fin, así se manejan nuestras cosas) con apoyo del Procurador de los Derechos Humanos y de la familia impulsase un proyecto de memoria para difundir lo que ocurrió en el pasado y que se preserven los archivos públicos del Estado, archivo de tribunales y el archivo de la Policía Nacional, para establecer el destino de los desaparecidos.
Que los ministerios de Educación y Cultura incluyan este caso en el programa de estudios, y que se realice un documental. Que se traduzca la sentencia a idiomas indígenas. Que se establezca la beca Marco Antonio Molina Theissen para los cinco mejores estudiantes de primaria y secundaria. Que se fortalezca la unidad del Ministerio Público que investiga casos del conflicto armado.
El Ministerio Público, por su parte, pidió que se condenase –en concepto de reparación digna– a lo humanamente posible, petición un tanto extraña en su caso, ya que debió referirla a lo posible, de conformidad con la Ley, la función que le compete. El juez –ajustado a la Ley– como ya fue señalado desechó las peticiones que así fueron citadas, habiendo accedido a algunas de las otras. Toda reparación digna, en este tipo de casos, debe tener sumo cuidado de que no ocurra que, en vez de sanar heridas, polarice.
Sin lugar a dudas, que todos debemos lamentar ¡cómo podríamos no hacerlo!, lo
ocurrido en este caso, desaparición, tortura, violación –injustificable– lo ocurrido. Atribuyo la polarización que se ha dado a raíz de la sentencia que se ha pronunciado en este caso, a que es difícil comprender para los familiares de personas asesinadas y secuestradas con ocasión del conflicto armado. ¡Es incomprensible! que no puedan hacer nada contra secuestradores y asesinos, como consecuencia de la amnistía contenida en la Ley de Reconciliación Nacional, en tanto que, haciéndose caso de las otras amnistías –aún vigentes– si puede haber persecución en los casos excluidos por la ley citada.
Es posible que esa polarización pudiera aliviarse si de quienes obtienen justicia se escuchara la condena de todos los crímenes perpetrados, de TODOS, no solo por la contrainsurgencia sino por la insurgencia armada, el de Rony Elmer Orellana, entre estos. Quien justifica un crimen, los justifica todos. El primer crimen cometido y no castigado abrió las puertas de par en par para todos los crímenes subsiguientes. Quien no respeta a un ser humano, no respeta a ninguno. ¿Es tan difícil comprenderlo? ¿Ni siquiera habiéndolo sufrido en carne propia? ¿Paz? ¿Reconciliación? Muy difícil que, así, sin reconocer la tragedia de todos, pueda lograrse. En cuanto a lo estrictamente jurídico, en tanto vigentes las amnistías que no excluyen ningún delito, ninguno puede perseguirse ni castigarse, y –el hacerlo– polariza, incomprensible para familiares que se persigan unos y no aquellos de que los suyos fueron víctimas.
La sentencia se dictó sin que el Estado, como tal, fuera citado, oído y vencido en juicio, y mal puede pretenderse que, sin haberlo sido, se le condene- aunque tenga responsabilidad solidaria con lo actuado, amén de que no puede violentarse el orden constitucional establecido.
El único representante del Estado, en el ámbito interno, el procurador general de la nación. ¿Órdenes al Congreso? ¿ A los ministros? ¿Al Presidente y, a este, por encima de sus funciones? La sentencia dictada –es importante que se tenga presente y que no se la cite como tal– no se trata de una sentencia firme, por lo que todos los encausados, hasta la presente fecha –en consecuencia– siguen siendo inocentes, inocencia que solamente perderán si la sentencia llega a tomar firmeza, pendientes aún varios recursos y remedios procesales
Apelación especial, casación e, incluso, revisión (este cabe contra sentencias firmes), así como posibles acciones de amparo que puedan suspenderla, provisional o definitivamente. Tengo información de que, dentro del proceso, fueron muchos los vicios procesales; algunos, incluso, determinantes de indefensión de los procesados y que fueron oportunamente protestados.
No puede saciarse, con injusticia, la sed de justicia. ¿Condena por línea de mando en un conflicto irregular? ¿Ayuda a la reconciliación que unos puedan exigir justicia, y otros no? Muchísima es la reflexión a que nos encontramos obligados y, a través de esta columna –en lo posible– compartiré las mías con ustedes.
Es difícil, dentro del vendaval de los odios, hacer algún aporte a la reconciliación entre nosotros, pero me esforzaré en lograrlo, sabiendo muy bien que la incomprensión –en muchísimos momentos– me estará persiguiendo. Es la verdad –toda la verdad– la que puede liberarnos del pasado, y duele la aceptación de la verdad: quien sigue justificando en su corazón un crimen, los justifica todos.
“No puede haber paz, si no hay justicia” –las palabra son de Su Santidad, el papa Juan Pablo II “ni justicia, sin perdón”, parte esta última de su frase que es my difícil de aceptar y comprender.