miércoles , 27 noviembre 2024
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Entre el caos y la eternidad (I)

Malena Cortizo Álvarez

Revista Nuestro Tiempo 

Para vivir en Roma se necesita paciencia más que cualquier otra cosa. Cuando no llega el autobús que tendría que haber pasado hace veinte minutos. Cuando hay que cruzar la calle y ningún coche se detiene. Cuando es imposible entrar en un museo, una iglesia, un restaurante o una heladería sin hacer cola detrás de 25 alemanes, 10 franceses, 15 asiáticos y 30 españoles.

Cuesta creer que se trata de una de las cunas de nuestra civilización. Los antiguos romanos inventaron las alcantarillas, las carreteras, los acueductos, la cerámica, el doble acristalamiento, la calefacción, la encuadernación. En esas calles eclosionó la cultura occidental tal como la conocemos hoy.

En esas calles eclosionó la cultura occidental, tal como la conocemos hoy.

A los romanos a secas, los de ahora, les gusta pitar fuerte si alguien ha aparcado en doble fila, llevar pantalones muy blancos y muy ajustados, pelearse por las desventuras del AS Roma o el SS Lazio, beber cafés muy pequeños y comer pizza muy fina vendida al peso en porciones cuadradas. .

Si al pisar Roma pensaba sumergirse en el idílico escenario de una película con Audrey Hepburn y Gregory Peck, no se engañe. Las gaviotas acuden hasta la ciudad para alimentarse en los cubos de basura al borde de la explosión. Y le reto a que suba a un autobús en un día caluroso sin desmayarse o descubrir perfumes que nunca creyó químicamente posibles.

¿Qué es una pelea de gaviotas por un trozo de pizza cuando tienes delante el Coliseo? Roma está llena de mugre, pero también de monumentos y lugares de interés que visitar. Si se atreve. Para entrar en la basílica de San Pedro, la cola da dos vueltas a la plaza.

Al pasear por el parque Villa Borghese, los vendedores de pulseras podrían atarle una a la muñeca de improviso y obligarle a pagar dos euros. Idéntico peaje que deberá desembolsar en algunas iglesias para que los focos iluminen los majestuosos plafones o cuadros de Caravaggio. Dos euros por minuto. De lo contrario, las obras quedan sumidas en la oscuridad.

Vi Roma por primera vez de noche. La tarde de febrero en la que llegué, mi amiga italiana Angelica me llevó al Jardín de los Naranjos, un famoso mirador. 

La penumbra no nos impidió observar el Castel Sant’Angelo y la cúpula de San Pedro. «Para mí, Roma es de este color», me dijo, señalando las luces naranjas que realzaban los numerosos monumentos.

Naranja como la fruta regordeta que se asoma en febrero. Como un vaso de Aperol Spritz. Como un supplì, una bolita de arroz y mozzarella empanada y frita (la versión romana de la croqueta). Como los ponchos de plástico que compran desesperadamente los viajeros sorprendidos por la lluvia de abril. Como el antiguo hormigón del Coliseo al reflejarse en él los últimos minutos de sol.

No es fácil describir cómo pasa el tiempo en Roma. Los días parecen largos, pero anochece antes de que uno se dé cuenta. Coches y motocicletas circulan a toda velocidad por calles estrechas. Cuando el tráfico abandona la carretera principal, los autobuses aceleran. Los turistas corren detrás de la banderita de su guía, que les ruega que se apuren. 

De repente, el tiempo se paraliza. Uno se equivoca de camino y se topa con ruinas y monumentos bimilenarios. Donde antes se levantaban acueductos, el agua mana de las fuentes esperando a que alguien se acerque a beber o a sumergir los brazos. Los gatos deambulan entre los vestigios de termas y templos hasta quedarse dormidos a la sombra de columnas ancestrales.

Roma ya no es la gloriosa capital de un imperio, ni la fabulosa metrópoli de las películas de Hollywood. Puede que no luzca tan elegante como uno se la imagina al bajar del avión, pero posee una belleza propia, fuerte, de casi tres mil años. En medio del caos, uno alza la vista hacia la ciudad y no puede evitar admirarla. Roma tiene infinitas facetas. Por eso brilla. Por eso es eterna. 

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