miércoles , 27 noviembre 2024
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Enseñar a argumentar (IV)

Joseluís González 

Revista Nuestro Tiempo

Y prevenir contra el espectro de la sofística que degeneró en embaucar. Y reconocer en qué se ampara quien defiende una idea o pretende desmoronarla. Al argumentar se busca en esencia convencer al receptor, inclinarle a que actúe de determinada manera en los múltiples aspectos de la vida (ponerse el casco para ir en moto, hacer diariamente deporte… por poner ejemplos medianos) o comparta lo que se afirma (la necesidad de contratar a una profesora más horas lectivas, es mejor la paz que la guerra, leer tiene más ventajas que no leer, hay que posicionarse contra la prisión permanente, o a favor, o en ninguna orilla). 

A través de la argumentación se expresan ideas u opiniones, se defienden las propias y se rechazan (racionalmente) cuantas se oponen a ellas. Y, por elemental que resulte, conviene también no olvidar que, si nos convencen, también acabamos aceptando los pensamientos ajenos, por supuesto, y modificando nuestra perspectiva. 

Las introducciones a adiestrarse en esa habilidad de convencer y de persuadir enumeran tipologías de argumentos o técnicas. Aunque los nombres pueden variar, los más habituales y elementales suelen ser estos: argumento de prestigio o de autoridad, de ejemplificación, los datos objetivos o estadísticos, el testimonio personal, la comparación (no exactamente analogía), la posibilidad de recurrir al contraste, invocar la universalidad o las verdades o aseveraciones de alcance colectivo, recurrir a la no siempre evidente ni sencilla relación causa-efecto, que establece una conexión producida entre dos hechos (no siempre son casos sencillos, con una sola causa definida, que debe ser necesaria y suficiente: puede intervenir una constelación de razones). Cabría añadir más, y abrir un filón inacabable: las razones (casi siempre síntesis o condensaciones o elipsis) afectivas o emocionales. Para conmover, se vierte hacia los sentimientos del auditorio: remueven sus dudas, deseos, temores, expectativas, convicciones… También de larga y razonable tradición: “Nos duele el dolor de un hijo”.

Al argumentar, se busca en esencia convencer al receptor.

“Dos cabezas piensan más que una”. Abunda en publicidad, que no vende zapatos sino pies bonitos, pies cómodos.  Mejor no aplicar la rigidez taxonómica, la clasificación estática: conviene tener en cuenta que (como las fichas del tres en raya) determinado argumento puede servir de ejemplificación y actuar a la vez como alusión al prestigio. Más que piezas plurifuncionales, los argumentos forman un sistema, una red de interrelaciones. Tomás Llorens abrió una tribuna en El País, con una alusión testimonial seguida de un caso ejemplar mediante personajes de la novela del inglés Charles Dickens, Historia de dos ciudades (1859), el médico Alexandre Manette, que ilustra (tesis del articulista) la ineficacia social de condenar a alguien a cadena perpetua. Desde luego, valerse del argumento de autoridad para reforzar la idea (la tesis) que el emisor sostiene o para adelantarse a posibles argumentos, no se limita a citar a alguien con notoriedad o una institución reconocida. Para alcanzar fuerza, el argumento de autoridad debe reunir unos rasgos: ser fidedigno y concreto y competente, objetivo, correctamente interpretado y coherente con lo que afirman otras autoridades del mismo campo.

Narrar un caso concreto y específico (y cierto) explica o ilustra la tesis que se pretende respaldar. Su poder visual y de concreción ayuda a convencer. Un tipo particular consiste en confiar la propia experiencia, compartir, más que airear, el testimonio personal. Declarar: “Yo misma, y algunos de mis amigos, lo hemos probado y funciona”, podría servir. La credibilidad de quien habla es determinante, y su coherencia, su sinceridad… Aunque no suele ser un argumento plenamente riguroso, conecta emocionalmente con buena parte de receptores, que conceden verosimilitud al testimonio y se sienten comprendidos o solidarios. “Estuve tomando ese jarabe tres semanas y no mejoré”. O este: “Hasta que no me hice un esguince de tobillo, no comprendí el dolor que produce una luxación”, puede decir un traumatólogo (que añade la dimensión de autoridad en este caso).

Continuará…

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