Ser revolucionario era seguir el ejemplo del Che, de Fidel, de Camilo, y en lo local, de la comandancia.
Durante el conflicto armado guatemalteco eran un referente de lucha revolucionaria, inspiradora de los más grandes sacrificios que puede hacer un ser humano en favor de reivindicar los derechos de los menos favorecidos. Desde su posición de liderazgo en la clandestinidad, hacían llegar su mensaje inspirador por medio de los vasos comunicantes que conformaban las redes de combatientes, colaboradores y la población que, directa o indirectamente, se veía involucrada en la lucha revolucionaria.
Ser revolucionario, entonces, era seguir el ejemplo del Che, de Fidel, de Camilo, y en lo local, seguir el liderazgo de la comandancia guerrillera, sin importar a qué expresión ideológica se siguiera: había, desde trotskistas, leninistas, marxistas, hasta aquellos que abrazaban las directrices de la Teología de la Liberación. Cada una de estas fuerzas tenía su propia cúpula dirigente. Todos, sin excepción, eran un dechado de virtudes revolucionarias, incorruptibles, solidarios y con su conciencia social bien puesta, como si fueran sus botas de combate.
No seguir las líneas que “bajaba” la comandancia, era un acto de rebeldía y de falsa conciencia. El revolucionario, se nos decía, es aquel que lucha por su pueblo, y en situación extrema, muere por su pueblo. Pero también “ser revolucionario” era no asumir conductas burguesas, ni mucho menos, la lógica del explotador. La música, la poesía, la pintura, el teatro y otras expresiones artísticas de protesta de entonces conformarían el aderezo del “performance” del ciudadano de izquierda.
En esa dinámica sociopolítica, murieron miles de combatientes, bajo aquella frase lapidaria de “mueren los hombres, mas no sus ideales”. Miles de hogares fueron desgarrados y solo quedaron viudas y huérfanos, cuyo destino fue siempre incierto, y muchas veces, funesto. Era el precio por “ser revolucionario” y seguir a pie juntillas, las instrucciones de “la
comandancia”.
El velo se cayó cuando, una vez firmada la paz, aquel alegre 29 de diciembre de 1996, se derrumbó de tajo la imagen prístina, idealizada y sobre dimensionada de quienes tuvieron la responsabilidad de concluir, de un plumazo, sellado con estilográficas de oro puro, el Conflicto Armado Interno.
Poco a poco fue aflorando el cobre de aquellos líderes que creíamos eran de oro puro. Y en los años sucesivos, los vimos (cual mortales, al fin) asumir las actitudes y comportamientos burgueses que tanto combatían en la clandestinidad. Algunos con posiciones diametralmente opuestas a la doctrina que promulgaban.
¿Dislocaron su conciencia aquellos revolucionarios? ¿Traicionaron sus propios ideales? ¿Mancillaron la honra y el recuerdo de los miles de combatientes que murieron por una causa que ellos tanto pregonaban? Estas y otras preguntas quizá solo “la comandancia” y sus allegados podrían responderlas; o tal vez, la Historia, en su inmensurable látigo revelador, pueda dar una respuesta justa y certera a esta aparente falta de consistencia
ideológico-política.