Fotos: Archivo
“Majestad: Mi voz en el umbral. Mi voz llegada de muy lejos, de mi Guatemala natal, en el umbral de la Academia. Es difícil entrar a formar parte de una familia. Y es fácil. Lo saben las estrellas. Las familias de antorchas luminosas. Entrar a formar parte de la familia del Nobel. Ser heredero de Alfredo Nobel. A los lazos de sangre, al parentesco político, se agrega una consanguinidad, un parentesco más sutil, nacido del espíritu de la obra creadora. Y esa fue, quizá no confesada, la intención del fundador de esta gran familia de los premios Nobel. Ampliar, a través del tiempo, de generación en generación, el mundo de los suyos. En mi caso, entro a formar parte de la familia Nobel, como el menos llamado entre los muchos que pudieron ser escogidos.
Y entro por voluntad de esta Academia cuyas puertas se abren y se cierran una vez el año para consagrar a un escritor y por el mismo uso que hice de la palabra en mis novelas y poemas, de la palabra más que bella, responsable, preocupación a la que no fue ajeno aquel soñador que andado el tiempo pasmaría al mundo con sus inventos, el hallazgo de explosivos hasta entonces los más destructores, para ayudar al hombre en su quehacer titánico de minas, perforación de túneles y construcción de caminos y canales.
No sé si es atrevido el parangón. Pero se impone. El uso de las fuerzas destructoras, secreto que Alfredo Nobel arrancó a la naturaleza, permitió en nuestra América las empresas más colosales.
El Canal de Panamá, entre estas. Magia de la catástrofe que cabría parangonarla con el impulso de nuestras novelas, llamadas a derrumbar estructuras injustas para dar camino a la vida nueva. Las secretas minas de lo popular sepultadas bajo toneladas de incomprensión, prejuicios, tabús, aflorar en nuestra narrativa a golpes de protesta, testimonio y denuncia, entre fábulas y mitos, diques de letras que como arenas atajan la realidad para dejar correr el sueño, o por lo contrario, atajan el suelo para que la realidad escape.
Cataclismos que engendraron una geografía de locura, traumas tan espantosos, como el de la Conquista, no son antecedentes de una literatura de componenda y por eso nuestras novelas aparecen a los ojos de los europeos como ilógicas o desorbitadas. No es el tremendismo por el tremendismo. Es que fue tremendo lo que nos pasó. Continentes hundidos en el mar, razas castradas y al surgir a la vida independiente, la fragmentación del Nuevo Mundo. Como antecedentes de una literatura, ya son trágicos. Y es de allí que hemos tenido que sacar no al hombre derrotado, sino al hombre esperanzado, ese ser ciego y visionario que ambula por nuestros cantos. Somos gente de mundos que nada tiene que ver con el ordenado desenvolverse de las contiendas europeas a dimensión humanas las nuestras fueron en los siglos pasados, a dimensión de catástrofe.
Andamiajes. Escalas. Nuevos vocabularios. La primitiva recitación de los textos. Las rapsodias. Y luego, de nuevo, la trayectoria de la nada. Largas cadenas de palabras. El pensamiento encadenado. Hasta salir de nuevo, después de las batallas lexicales, más encarnizadas, a las expresiones propias. No hay reglas. Se inventan. Y tras inventar vienen los gramáticos con sus tijeras de podar idiomas. Muy bien al español americano, pero sin lo hirsuto. La gramática se hace obsesión. Correr el riesgo de la antigramática. Y en eso estamos ahora. La búsqueda de las palabras actuantes. Otra magia. El poeta y el escritor de verbo activo. La vida. Sus variaciones. Nada prefabricado. Todo por palabras. Buscar las palabras-cosas, las palabras-seres. Y los problemas del hombre, por añadidura. La evasión imposible. El hombre. Sus problemas. Un continente que habla. Y que fue escuchado en esta Academia. No nos pidáis genealogías, escuelas, tratados. Os traemos las posibilidades de un mundo. Verificadlas. Son singulares. Es singular su movimiento, el diálogo, la intriga novelesca. Y lo más singular, que a través de las edades no se ha interrumpido su creación constante”.