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La oportunidad dorada de Evópoli

Cristóbal Bellolio

Doctor en Filosofía Política y Máster en Teoría Política

Tras el ciclo de movilizaciones estudiantiles del 2011, un puñado de jóvenes de centroderecha que laboraban en el primer gobierno de Sebastián Piñera, entendieron que la renovación de su sector no pasaba por engrosar los partidos tradicionales (la UDI y RN), sino por construir una nueva alternativa liberada de las mochilas afectivas de sus padres y abuelos. Así nace Evópoli, el primer partido post-Pinochet de la derecha chilena.

En lo político, sería un partido de indisputables credenciales democráticas; en lo económico, abrazaría las banderas de la libre competencia; en lo moral, buscaría conectarse con generaciones más abiertas a la diversidad cultural. Se dijo entonces que representaba una derecha liberal, esa que no cuajó lustros antes con Allamand y encontraba un espacio en el pragmatismo piñerista.

La identidad de su proyecto original se ha visto severamente desdibujada. 

Los datos confirmaban la hipótesis: según la socióloga Stephanie Alenda, las bases del naciente Evópoli se mostraban más abiertas que los militantes de RN o la UDI en temas como aborto, matrimonio igualitario, y nueva Constitución, y exhibir un perfil más educado y menos religioso que sus pares. 

Evópoli nacía entonces para sintonizar con las nuevas generaciones de la derecha, empíricamente menos conservadoras que partidos tradicionales del sector. Su presencia crecía en las universidades. Reclutaba talentos que hasta entonces preferían mantenerse independientes. Era la viva crónica de un éxito anunciado.

El estallido social cambió las prioridades y exigió un esfuerzo adicional de Evópoli. Dos de sus militantes asumieron las labores más delicadas del gabinete: Gonzalo Blumel llegó a Interior, el ministerio encargado de velar por el orden público, por esos días sinónimo de represión autoritaria; Ignacio Briones recaló en Hacienda, el ministerio encargado de velar por las finanzas nacionales, por esos días sinónimo de austeridad neoliberal.

Y luego vino José Antonio Kast. En el diseño original de Evópoli, la nueva figura rutilante de la derecha chilena sería Felipe Kast, no su tío ultramontano. La primera campanada de alerta vino en 2017. Evópoli se construyó sobre la premisa de una nueva derecha que fuma pitos y tiene amigos gays, y años más tarde se encontró con una nueva derecha que dice que Daniela Vega es hombre porque hay que ganar la batalla cultural.

Por eso fue tan amargo el trago que tuvieron que beber en la segunda vuelta de 2021. Apoyar a JAK significó reconocer la derrota momentánea de su proyecto político. Envalentonados por el clima de restauración conservadora, los jóvenes derechistas consideraron que ya era hora de revisitar el consenso que en los últimos años parecía -trabajosamente- instalarse en la derecha convencional en torno a la incondicionalidad democrática.

Si bien es cierto que la provocadora pieza de Republicanos tiene un fin electoral, es simbólico que Evópoli haya sido el único actor de la centroderecha en disputar públicamente.

Después de años en los cuales la identidad de su proyecto original se ha visto severamente desdibujada por una confluencia de factores, esta es una oportunidad dorada para habitar el nicho por tanto tiempo abandonado de la derecha liberal. No les traerá beneficios electorales inmediatos, pero si algo hemos aprendido en los últimos años de la política chilena, es que la marea cambia. En esos momentos, la consistencia paga.

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