Luis Assardo
Periodista e investigador
Entramos a cualquier red social y no pasaran algunos minutos sin que encontremos alguna opinión extrema que pueda generarnos rechazo o con la que nos identifiquemos. De inmediato la reacción, que va desde bloquear al emisor hasta compartirla en nuestro grupo de familia o amigos. ¿cómo llego a nuestro muro esa opinión?
Sin importar si las opiniones son horribles, pero perfectamente legítimas o si cualquiera pueda sentirse identificado, lo que llega a nuestros ojos depende de los “gobernadores invisibles” de Internet. Como lo explica Renee DiResta en su reciente libro “Invisible Rulers: The People Who Turn Lies Into Reality”. ¿Quiénes son? De forma sencilla: los algoritmos, los influencers y las muchedumbres.
El usuario común tiene dos opciones: sumarse o aislarse.
Son los algoritmos los que determinan que vemos, escuchamos y consumimos en Internet. Los influencers y las muchedumbres quienes dirigen al resto para maniobrar los algoritmos. Es innegable que los influencers han sido determinantes para inclinar la balanza en temas de Cultura, Política y Sociedad.
Los Influencers son aquellos que logran que otros se identifiquen con sus opiniones y se posicionan con una voz creíble y autoritativa sobre algún tema, por irrelevante que parezca. Algo que ha evolucionado en la cultura popular y se ha vuelto una gran industria en la que monetizan su alcance (y nuestras emociones) y dominan los espacios de opinión pública, como lo explica Taylor Lorenz en su libro “Extremely Online”.
Las muchedumbres, cada vez más organizadas, que vemos actualmente en redes sociales son una evolución parcial de esas cámaras de eco que se formaron en grupos de WhatsApp. Con sus propios liderazgos y comportamientos tribalistas. Cada día más orientados al vigilantismo en línea, capaces de callar cualquier opinión disonante, linchar y promover la versión que ellos aceptan como realidad.
El usuario común tiene dos opciones: sumarse en la corriente, esté o no de acuerdo o aislarse. El margen de decisión sobre qué ver, escuchar y leer se reduce y las consecuencias para las nuevas generaciones podrían no ser tan prometedoras.