Fermín Torrano Echeandia
Revista Nuestro Tiempo
El mundo árabe lo aprecia, las retransmisiones se siguen en fruterías, restaurantes, tiendas de ropa y joyerías. La televisión enseña el cuerpo de un niño enterrado en ladrillos. Se escucha la respiración entrecortada de una carrera sin rumbo. El zoom de la cámara enfoca el rostro oculto por el polvo blanco. Las sillas de madera se retuercen en el Ramallah Café.
Una gota de cera cae en el asfalto de Tel Aviv. La antigua plaza de los Museos, ahora renombrada de los Rehenes, la ocupa una mesa sin comensales que honra con velas ardientes a los que no están. El mismo día, a medio centenar de kilómetros, la plaza Al Manara de Ramala celebra una vigilia por los mártires de Gaza. La noche oscura se ilumina con la luz de las velas.
Bring them home now! (¡Traiganlos a casa ya!), gritan unos. We’re not numbers! (¡No somos números!), claman los otros. En las concentraciones cambia el idioma, la ropa y el nombre del Dios al que se reza. Homenajes a los que no están en una lengua ajena.
La imagen que mejor define Tierra Santa estos días no es un muro, sino un espejo en el que dos pueblos se miran y señalan.
Nadie quiere ver al mundo olvidar a los suyos. “Todo en mí está tambaleándose. Es una crisis difícil de resolver. No entiendo a mis amigos extranjeros, temo a mis vecinos y me siento traicionada”, confiesa Sheli, voluntaria de las familias de secuestrados israelíes.
A sus 50 años ya no sabe qué pensar de Occidente y de su Gobierno. Del enemigo no duda. “Es una vida entera luchando por la paz y discutiendo en Israel, pero han llegado ellos con cuchillos y kalashnikov y lo han cambiado todo. Nos matan en nuestras casas, ¿y los culpables somos nosotros por el pasaporte que tenemos?”.
Dol arquea las cejas, mientras enciende una vela a su hijo Alaa, de seis años. “Los judíos nunca se sentarán en una mesa con nosotros para respetar nuestras peticiones. Quieren una única solución, ¡pero nunca renunciaremos a nuestro país! Los políticos decían que, si Arafat se marchaba, todo terminaría bien. Arafat se fue con Dios y nada cambió”.
Su esposa le pide contar su pasado militante. Dol luchó en la Segunda Intifada. Cinco años de violencia que dejaron miles de muertos y escenas como el asesinato de Muhammad al-Durrah, de doce años. La imagen de su padre tratando de protegerle con su cuerpo, y llorando desconsolado después con el cadáver entre las piernas, dio la vuelta al mundo.
La imagen que mejor define Tierra Santa estos días no es un muro, sino un espejo en el que dos pueblos se miran y señalan. La identidad, la religión, la política o el odio se alimentan de un conflicto interminable para el que se prepara a las nuevas generaciones a cada lado de la alambrada.
Donde unos ven el efecto colateral de la represión, otros las consecuencias de un castigo contenido. Si unos pelean por el futuro de su pueblo, otros por la existencia de su nación. A muchos les mueve la defensa de su fe, y de una tierra manchada con la sangre de sus antepasados.
“Israel busca que los jóvenes olviden la identidad palestina, y por eso nosotros debemos recordarles el significado de la ocupación”, dice Adam, con su hijo Marcel, de tres años, a hombros agitando una bandera palestina. “Tienen que entender que esta tierra es su tierra y que deben luchar para defenderla”. A poca distancia, Rehana pide que se escuche a la mayor de sus hijas. Hace nueve inviernos que regresaron a Cisjordania desde Estados Unidos. “Todos pelearemos hasta el final contra el ocupante. No me importa morir por mi país”, reconoce Manar. “Es mi gente y mi tierra, ¡no cabe la traición!”. Pronto cumplirá 18 años.
Un legado transmitido de generación en generación. Historias grabadas en la memoria colectiva de comunidades que han resistido la adversidad. Mientras el mundo cuenta muertos, Tierra Santa se ilumina cada noche en honor a los caídos. ¿Es posible el perdón? “Siempre es una posibilidad y una buena opción.
Primero tenemos que empezar por perdonarnos a nosotros mismos por la falsa sensación de seguridad con la que vivíamos. Una ilusión, responde Loben, descreído. Nuestro pueblo era uno de los más bonitos del mundo, y estoy seguro de que volveremos para rehacer los huertos y las casas. Eso será fácil. Reconstruir y rehabilitar nuestras almas será mucho más complicado. No estoy seguro de que vaya a ser posible.