Javier Andreu Pintado
Catedrático de Historia Antigua y director del Diploma de Arqueología
A mis estudiantes de “Epigrafía e instituciones romanas” del Diploma de Arqueología de la Universidad de Navarra suelo recordarles el valor de la palabra escrita sobre soporte duro en Roma, haciendo hincapié en que cada nueva inscripción hace latir más deprisa el corazón de los historiadores.
Les explico que las inscripciones nos cuentan historias, muy condensadas pero apasionantes, y que es esa elocuencia la que nos permite conocer muchos aspectos de cuando, en Navarra, fuimos romanos. Bien lo sabemos en Los Bañales de Uncastillo y en Santa Criz de Eslava donde sus repertorios epigráficos –con diferencia los más generosos del antiguo territorio vascón– nos permiten caracterizar los entresijos de la sociedad de hace 2,000 años.
Suelo recordarles el valor de la palabra escrita sobre soporte duro en Roma.
Ese appeal de las inscripciones lo hemos vuelto a palpar estos días. Uno de los filólogos que se mostró más prudente con la interpretación vascónica de la mano de Irulegi advertía al equipo que, del CSIC de Mérida, excava en El Turuñuelo de Guareña (Bajadoz), de la presencia de un signario tartésico (de hace cerca de 3 mil años) en una pizarra con escenas de guerreros que presentaban como hallazgo de su nueva campaña de excavaciones.
El pasado sábado, en Navarra, los Vascones volvían a la palestra mediática con la presentación, por parte de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, del hallazgo, en Larunbe, de un hermoso altar de piedra con cinco líneas de texto y dedicado a la divinidad vascona Larrahe que ya conocíamos por otras atestiguaciones más meridionales y que se convierte ahora en la deidad indígena mejor representada en el territorio vascón. La pieza, del siglo I d. C., documenta el voto que una mujer, Valeria Vitella, hizo a esta divinidad.