Ricardo Fernández Gracia
Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Los tirabueyes, también denominados matabueyes, estaban al servicio del matadero y eran los encargados de conducir a los bueyes desde el barrio de la Magdalena para que se corriesen en fiestas como San Saturnino y Santa Catalina. Además de esas tareas, también sacrificaban a los animales para el aprovisionamiento de las carnicerías de la ciudad.
El dibujo simple y sencillo, presenta un gran toro pintado en color marrón, tres bravos perros y el mencionado puntillero con sus particulares saetas, en ambas manos, dispuesto a clavar en el astado. Se trata de una representación excepcional de aquel espectáculo de la Pamplona del Antiguo Régimen.
Son numerosos los documentos que corroboran la presencia de perros de presa en las corridas de toros pamplonesas.
Son numerosos los documentos que corroboran la presencia de perros de presa en las corridas de toros pamplonesas.
En 1628, un testigo presencial de una de las corridas de las fiestas de San Fermín relata lo siguiente: “Soltaron otro toro y echáronle cuatro lebreles tan pequeños, que parecían gozques, embistieron con notable bravura, pero era tanta la del toro, que infinitas veces los volteó a todos, tratándolos tan mal que yo los tenía por muertos; pero fue tanto el tesón que tuvieron en su porfía, que rindieron al feroz animal; tanto pueden perros si llegan a emperrarse”.
Luis del Campo en su monografía sobre Pamplona y los toros en el siglo XVIII dedica unas páginas al tema, afirma que “solían ser perros de nariz chata y abultada cabeza, poderosas mandíbulas y afilada dentadura, orejas algo péndulas y vigoroso cuello, recios cuerpos y largas colas”.
Asimismo, aporta numerosísimos datos documentales sobre aquella suerte taurina. En las corridas celebradas en 1717, con motivo del traslado de San Fermín a su nueva capilla, se utilizaron perros dogos.
En muchas corridas el público asistente gritaba con frecuencia: ¡perros!, ¡perros!, pidiendo a la presidencia que ordenara echarlos al toro en determinado momento de la lidia, para acelerar la muerte del bóvido furibundo.
Un testimonio harto ilustrativo tenemos de la corrida celebrada en Tudela en 1797, en la crónica del abate Josep Branet, en que afirma que el último toro “fue entregado como desprecio a los perros que le rodearon al instante, le tumbaron por tierra y lo desgarraron implacablemente.
Uno de los que combatían en la arena, más furioso contra este pobre toro que los mismos perros le hundió su espada hasta el puño y le vi sonreír cuando por la amplia herida que había hecho salía la sangre a borbotones y se debatía contra la muerte en medio de aquella turba de perros”.
Continuará…