Más que a los guatemaltecos, los informes pintan de cuerpo entero a la clase política que nos ha gobernado en los últimos 11 años. El retraso que se evidencia muestra también las prioridades de quienes llegaron al poder en búsqueda de placer y riqueza.
De esa cuenta, no extraña que el documento emitido por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que tomó el pulso de la nación de 2012 a 2023, refiera que el 80 por ciento de compatriotas considera que el Estado de Guatemala es corrupto.
Esta lamentable percepción nos pone en la quinta posición en América Latina y el Caribe.
Tampoco es raro que no figuremos entre las repúblicas que han establecido mecanismos certeros, que garantizan que ninguna solicitud de licitación se lleve a cabo sin contar con la certificación de la disponibilidad de fondos (nuestro lastre llamado deudas de arrastre).
Ni qué hablar de los sistemas de justicia que imperan en otras naciones, las cuales, verdaderamente, velan por castigar a los infames que se enriquecen con los fondos públicos e impiden que pandillas de cuello blanco controlen las instituciones, lo que les permite y garantiza la impunidad a toda costa.
El otro informe que avergüenza a la mayoría de compatriotas es el del Índice de Desarrollo Humano 2023-2024, del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). En él, se resalta “el peligroso estancamiento generado por el progreso desproporcionado, la intensificación de la desigualdad y la creciente polarización política” que caracteriza a naciones como la nuestra.
Para exponer la gravedad del asunto, basta decir que ocupamos el penúltimo lugar en
Centroamérica, incluyendo Panamá, en crecimiento social y económico.
En fin, estamos frente a la herencia dejada por las mafias que asaltaron el poder y los bolsillos, ante la insensible pasividad de quienes dirigían y dirigen los llamados órganos de pesos y contrapesos.