Nuria Martínez
Revista Nuestro Tiempo
“Esta es la farola de Narnia”, dijo nuestro guía al dejar High Street y tomar St Mary’s Passage. Estábamos en Oxford y, para mí, nuestro viaje académico había llegado a su culmen. C. S. Lewis contaba que Narnia brotó de la imagen de un fauno en un bosque nevado. Imágenes.
Para él lo primero fueron siempre las imágenes, fiel a la certeza de que todo autor está en deuda con el universo real. Un día después paseamos por los jardines londinenses de Kensington, donde jugaban los niños de James Barrie y nació Peter Pan.
La ficción es el arte de plantear interrogantes y hablar de lo abstracto desde lo más concreto: una historia con pies y cabeza que nunca ha existido. El arte de las posibilidades, de los “qué pasaría si” o los “qué habría pasado si”. Mi admiración por C. S. Lewis se consolidó en primero de carrera al descubrir su colección de ensayos De este y otros mundos, sobre los cuentos de hadas. Vislumbré cómo esos territorios imaginarios y compartidos son lugares donde asoma la esencia de la vida humana.
La ficción no existe sin la vida, ni se sostiene sobre sí misma.
La ficción no existe sin la vida, ni se sostiene sobre sí misma. La ficción aguanta porque la vida es y porque resulta propio del hombre buscar. Como estudiante de Literatura y Escritura Creativa, a lo largo de mi etapa universitaria ha surgido la ocasión de pensar y repensar sobre la esencia de este oficio. Hasta el momento, la definición que más me convence, aunque tal vez la menos académica, es que la literatura es el arte de la palabra, la memoria y la imaginación que crea diálogos entre la humanidad y la vida.
El arte de la palabra no necesita explicación. El de la memoria, tanto la común como la personal, de una cultura y de un escritor, es el recuerdo y la acumulación de experiencias vividas o leídas, de sentimientos y pensamientos que de forma más o menos inconsciente se reflejan y dan vida a la ficción. Y el de la imaginación surge cuando la realidad almacenada sale a la luz proyectada en ese universo de posibilidades.
Crear diálogos entre la humanidad y la vida. Las historias son primero un diálogo de su autor hacia dentro y con el mundo. Después, con el lector, que acaba hablando consigo mismo y tal vez entable otra conversación con alguien cercano, y vuelta a empezar.
Un telar infinito e invisible de conexiones entre personas y personajes, lectores y escritores que siempre tiene como punto de partida y retorno ese mapa que es la realidad. Una conversación en la que se plantean preguntas y se genera una vía de unión. Es necesario llenarse del mundo para anhelar el mundo, decía Miguel de Unamuno, recogernos en nosotros mismos para darnos a los demás enteros e indivisos.
Añado otra característica de una narración, entre tantas que dejo en el tintero: honestidad con el mundo real. Citando a Chesterton, el más fantástico de los relatos sobre dragones es honesto con la realidad porque no quiere decir que los dragones existan, sino que pueden ser vencidos. Y la más humilde y realista novela sobre una familia rota será deshonesta si traiciona la condición humana o presenta falsas expectativas o situaciones inverosímiles. La buena ficción habla de lo real sin engaños ni promesas vacías.
Releo de vez en cuando estas citas para no olvidar cómo la ficción puede estar al servicio de la vida. Somos limitados; hay experiencias que no viviremos. Otras es mejor no vivirlas. Pero la ficción nos introduce en ellas. Como el deseo de lo indeterminado que proyecta el país de las hadas de C. S. Lewis en el lector, sobre todo en el niño. No hace que el mundo real le aburra o se vacíe de él, sino que despierta una dimensión nueva y más profunda. Amplía los horizontes en los que expandirse, crecer y vivir.
Leer es desear, y ser feliz por el mero hecho de hacerlo. Un deseo hacia fuera, hacia el mundo. C. S. Lewis dijo también: “La historia en su conjunto refuerza nuestro gusto por la vida. Es una excursión a lo absurdo que nos devuelve a lo real con renovado placer”.