Ana Marta González
Catedrática de Filosofía
Revista Nuestro Tiempo
Aunque en la práctica subsistan variadas discriminaciones, las diferencias de raza o de género han dejado de constituir criterios públicamente determinantes para acceder a algunos puestos o profesiones. Sin embargo, la edad persiste como uno de los últimos reductos impermeables a los ideales modernos de igualdad y libertad.
El mundo laboral proporciona muchos ejemplos de edadismo, que se desliza inadvertidamente en actitudes ordinarias y el lenguaje cotidiano, lo que llega a afectar en ocasiones al ejercicio de derechos. De ahí que no falten llamadas a deconstruir los discursos en los que la edad opera más o menos sutilmente como un factor de discriminación social.
Desde cierto punto de vista, esta estrategia cultural podría considerarse una manera de aplicar los principios modernos de igualdad y libertad a un nuevo grupo social que tarde o temprano todos engrosaremos.
La urgencia por aprovechar el tiempo, por dotarlo de contenido y de sentido, en todas sus etapas.
Sin embargo, en la medida en que lo moderno nos habla del prestigio de lo nuevo frente al de lo antiguo, la relación de la modernidad con el hecho de la edad es bastante más compleja. De hecho, cabría argumentar que, en algunas maneras de entender el “envejecimiento activo”, se asume, como dato indiscutido, que lo ideal es mantener la juventud durante el mayor tiempo posible. Ahora bien, ¿no es esto también una forma implícita de edadismo, que toma la edad joven como pauta y norma de la ancianidad?
Si bien la posibilidad de llegar a una edad avanzada en buenas condiciones de salud constituye un éxito de la ciencia, desde un punto de vista cultural la fragilidad y vulnerabilidad propias de la última etapa de la vida contradicen el optimismo moderno, porque representan un terco recordatorio de que la aspiración a dominar la naturaleza y conquistar la fuente de la eterna juventud se enfrenta a un límite infranqueable, que cabe retardar o disimular pero no escamotear.
Tarde o temprano hemos de morir y, de ordinario, la última fase de la vida va acompañada de una característica fragilidad que ya no se puede afrontar en términos de “envejecimiento activo”.
La urgencia por aprovechar el tiempo, por dotarlo de contenido y de sentido, en todas sus etapas, resulta más viva allí donde el tiempo se percibe como un bien escaso. Desde esta perspectiva, la experiencia de la propia fragilidad no es necesariamente negativa; puede ir acompañada de un crecimiento en otros aspectos que nos hacen más humanos, como la comprensión o la gratitud, la serenidad o la sabiduría.