Jaume Aurell
Catedrático de Historia Medieval
Además, los europeos gozan de una religión cuyo fundador decidió no inmiscuirse en los asuntos
temporales (“al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”), lo que consolidó el gran legado cultural de sus tradiciones previas (Jerusalén, Atenas, Roma) y les inmunizó de la teocracia política como la de Irán, de la politización de la religión como en Rusia o de la condena a la irrelevancia de la religión como en China.
Que no estamos en nuestro mejor momento es evidente, pero la realidad no es la que soñamos utópicamente, sino la que se impone a nuestro alrededor: los derechos de los que un ciudadano goza en las otras grandes civilizaciones no aguantan la mínima comparativa con los de los europeos.
Ninguno de estos nobles objetivos será posible conseguirlos si no nos empeñamos en levantar nuestra autoestima: nuestro sublime pasado y nuestro esperanzador presente así lo exigen.
Los retos que Europa tiene por delante son ciertamente complejos: la armonización entre diversidad y uniformidad, algo que siempre ha garantizado su grandeza; la preservación de los propios valores específicos junto a la tradicional capacidad de acogida de los inmigrantes; el cuidado de los derechos universales adquiridos (educación, sanidad, jubilación) para pasarlos intactos a las siguientes generaciones, lo que exige una política fiscal y de deuda pública realista; y la consolidación de las propias instituciones jurídicas y políticas.
Pero si somos capaces de respetar y valorar nuestro patrimonio – material, artístico y espiritual – del pasado y de afrontar esos retos, seremos capaces de conseguir el desafío que lanzó Judt, y el siglo XXI todavía puede pertenecer a Europa.
Pero ninguno de estos nobles objetivos será posible conseguirlos si no nos empeñamos en levantar nuestra autoestima: nuestro sublime pasado y nuestro esperanzador presente así lo exigen.