Santiago de Navascués
Profesor de Historia Contemporánea
en la Facultad de Filosofía y Letras
Revista Nuestro Tiempo
Murió Henry Kissinger con cien años, y muchos lamentaron que no hubiera durado más. José María Aznar afirmó lúgubremente que vivimos en “un mundo cada vez más peligroso”, necesitado de un gran estratega para solucionar los “casos de urgencia”.
El panorama, en efecto, no parece alentador: los conflictos globales se extienden desde Ucrania hasta Gaza, mientras que las masacres en regiones de Armenia, Yemen o el Sahel se agravan día a día. La pregunta pertinente es: ¿Tuvo Kissinger un impacto positivo en la diplomacia? Dicho de forma más clara:
¿Por qué deberíamos dolernos de su desaparición? Al margen de las (muy necesarias) consideraciones morales sobre el proceder del asesor diplomático, ¿cuál es el saldo del realismo político como modelo de las relaciones internacionales en los últimos cincuenta años? Un vistazo a la historia ilumina algunas pistas.
Kissinger fue el gran defensor de la realpolitik: una política pragmática que permitiera salir airoso a los Estados Unidos del trágico enredo de Vietnam y devolviera al país el aliento después de un conflicto cada vez más difícil de justificar. Contra el moralismo con que habían actuado los Gobiernos anteriores, decidió que la estrategia para estabilizar las relaciones internacionales consistiría en generar un nuevo equilibrio de poderes.
La idea de fomentar la distensión por el equilibrio de poder de las diferentes regiones propició la aparición de agentes desestabilizadores por todo el planeta.
En su tesis doctoral en la Universidad de Harvard, imaginó un nuevo orden mundial a semejanza del Congreso de Viena: para reprimir las revoluciones nacionales se volvía necesario concertar un pacto entre las grandes potencias, ya fueran monarquías o repúblicas.
Aplicado al tablero geopolítico de finales del siglo XX, la lección estaba clara: no valía la pena desencadenar una guerra nuclear entre los Estados Unidos y la Unión Soviética por la península de Corea o la isla de Cuba. Había que proclamar el “fin de las ideologías” e iniciar una política realista. Kissinger afirmaba con sinceridad que “Estados Unidos no tiene amigos, sino intereses”.
Comenzaba la época de la relación cordial con China y la distensión con los soviéticos. Según los cálculos del poder en Washington, estrechar la mano del gigante asiático proporcionaba una ventaja competitiva contra la Unión Soviética. La caída del muro de Berlín confirmaría este diagnóstico: la creación de un mundo multipolar había permitido la libre competencia de opciones políticas, y los países bajo el yugo soviético habían tomado la vía de la libertad.
Pero los éxitos más sonados de Kissinger fueron el reconocimiento internacional de China y la distensión de los conflictos en Oriente Medio con la política del linkage —la idea de que todo proceso diplomático debe estar respaldado por un refuerzo militar correspondiente—. Las dos políticas dieron resultados contradictorios.
Por una parte, con el reconocimiento de China, Estados Unidos tuvo una baza en la lucha contra el comunismo soviético, pero al mismo tiempo sentó las bases de la creación de una superpotencia económica que no renegó de sus principios autoritarios. Hoy en día, China disputa la hegemonía mundial a través de una política de expansión económica, al tiempo que prepara el terreno para la invasión de Taiwán.
Por otra, la idea de fomentar la distensión por el equilibrio de poder de las diferentes regiones propició la aparición de agentes desestabilizadores por todo el planeta: desde la Camboya comunista en el Sudeste Asiático hasta el islamismo revolucionario de Irán en Oriente Medio.
Continuará…