Dr. Jorge Antonio Ortega Gaytán
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El horizonte actual está matizado por la incertidumbre de la guerra. Cada día se abren nuevos frentes de confrontación en el mundo, se despiertan añejos conflictos de múltiples índoles. El resultado de todo ello es la desolación, la destrucción y el triunfo de la muerte sobre la faz de la tierra.
Al dar una mirada a nuestro pasado, principalmente a los más de 2 mil años de la era cristiana, resaltan las atrocidades de las luchas entre las naciones por ideas y creencias, más que por necesidades. Se tiene la impresión de que el matarnos produce cierto placer morboso indescriptible que exalta al ser humano.
¿Será la sangre ajena la que lo provoca? ¿Es ese éxtasis el que nos vincula a la destrucción de la vida? Es una incógnita por resolver. Hoy existen dos grandes confrontaciones que se pueden extender a otras latitudes con la facilidad de la electricidad en el agua, las circunstancias que pueden detonar otros puntos de choque varían de lo histórico, pasando por lo étnico, los ideológico y lo religioso que es, sin duda, el de mayor peligro para la existencia de la humanidad.
Según los balances numéricos históricos, las guerras religiosas han sido las más violentas, sangrientas y con mayor número de fallecidos. ¿Existe algún mecanismo que nos desate de la guerra? Partiendo de que nos preparamos para la guerra para fortalecer la paz, ¿dónde está el error de la ecuación? No es posible que luego de una pandemia busquemos otros medios para eliminarnos entre seres humanos.
”Es una tragedia de la historia que el Hombre no se puede liberar de la Guerra“ (Hooker).
Según Karl von Klausewitz, “la guerra es la continuación de la política por otros medios”; si tomamos la concepción del general prusiano, es evidente que la incapacidad política es la que desemboca sin mayor protocolo en la conflagración de las fuerzas armadas de los Estados y, por lo tanto, la falla se encuentra en el estamento político.
Si tomamos como base lo anterior, se requiere de la formación política el incluir los mecanismos de diálogo, la resolución de conflictos, el conocimiento del pasado político y militar de las naciones, y sobre todo consolidar un pensamiento crítico en los líderes del futuro mediato, que les permita tomar las mejores decisiones con el mínimo porcentaje de equivocación.
Es una tarea pendiente que requiere de voluntad política, un presupuesto asignado, una planificación estratégica del perfil de los protagonistas del porvenir y el aporte de la nación, para diseñar ese proyecto del bien común que disuelva las demandas sociales y permita la coexistencia pacífica, el desarrollo continuo y las oportunidades para todos en un ambiente seguro.
Pueden existir otras alternativas para detener la continuidad de la guerra con común denominador de la historia de la civilización, pero es necesario dar el primer paso en la dirección correcta para detener de una vez por todas ese destino manifiesto de un Armagedón, el Apocalipsis bíblico o las predicciones de Nostradamus.
Nuestra permanencia en la vida es relativamente corta como para desperdiciarla peleando. En el caso de Guatemala, perdimos más de treinta años en un conflicto interno que no solucionó nada, una lucha estéril provocada por una ideología externa caduca que se derrumbó en el momento de la caída del muro de Berlín y que lo único que nos dejó fue una división entre compatriotas y un odio heredado entre hermanos, que crece en forma inmedible y que pareciera irreconciliable.
Para alcanzar los objetivos nacionales permanentes (ONP) se necesita del compromiso de todos, sin excepción alguna. Es necesario aportar lo mejor de nuestro diario vivir, sin importar nuestra actividad laboral. Guatemala lo merece, los guatemaltecos lo requerimos y, no se diga, las próximas generaciones. La tarea es enorme pero no imposible. ¡Guatemala es primero!, y nosotros somos los responsables.