Tomás Villarroel
Facultad de Artes Liberales
Universidad Adolfo Ibáñez
La conciliación entre el resguardo de los vestigios culturales del pasado y la necesidad de dotar a nuestras ciudades, y zonas rurales, de infraestructuras modernas es una ecuación de difícil solución. Por un lado, tenemos conciencia, en un ejercicio que nos aleja del economicismo más ramplón, del valor que tiene la herencia material del pasado y que el pasado, si bien ya no está, de alguna manera constituye nuestro presente.
Y, por otro lado, tenemos conciencia de que nuestras áreas urbanas requieren un mejoramiento y modernización de sus infraestructuras. Decir esto no obedece tanto a la repetición de un mantra vacío, sino al hecho de que el equipamiento urbano y las obras públicas inciden directamente en la calidad de vida de las personas, mejorándola.
Tenemos conciencia de que nuestras áreas urbanas requieren un mejoramiento.
Dicho con otras palabras, la inversión en obras con adelanto material es un imperativo de carácter social. No solo se benefician —al decir de Adam Smith— el intercambio económico y con ello el conjunto de la sociedad gracias a una prosperidad creciente, sino también segmentos más vulnerables de la sociedad.
Así ocurre con las nuevas líneas del Metro, que valorizan los barrios a los que llega y que incrementan la calidad de vida de miles de trabajadores de las periferias de Santiago al reducir a la mitad el tiempo de traslado a sus trabajos en el centro.
Las dos consideraciones entran, sin embargo, muchas veces en colisión. La paralización de la construcción de los nuevos hospitales de Puerto Varas y La Unión, el retraso en la construcción de la línea 7 del Metro de Santiago, así como el probable retraso en dos años de la extensión del Metro de Valparaíso a Quillota-La Calera —por la realización de pozos arqueológicos—, son ejemplos elocuentes. Continuará…