Ignacio Uría
Revista Nuestro
Tiempo
El curso siguiente se murió el P. Cutre. “Era viejísimo, como cincuenta años o así”, le dije a Heugas. Hoy hemos superado esa edad. Pusieron el féretro en una de las salas de visita y allá nos llevaron. Por secciones: la A, la B, la C… En la calle jarreaba con chulería madrileña.
“Subíos a la banqueta y os despedís”. Yo nunca había visto un muerto y tampoco quería despedirme. Me daba miedo. “¿Y si me mira?”, pensé. Delante de mí iba Torres Poza, que era elástico y de Valladolid. Él tampoco las tenía todas consigo, así que brincó al taburete, se persignó sin mirar y bajó raudo, cual conejo a la fuga.
Yo, de los nervios, embestí al ataúd, que crujió un poco. El P. Cutre no se despertó. “Menos mal”. Tampoco me afectó, debo decirlo, porque no era él, aunque se le parecía. El cura de la caja estaba serio y además iba sin boina. “Rezadle a la Inmaculada para que ya esté en el Cielo”. ¿Qué? ¿Dónde iba a estar, si no? “Al infierno van los que no quieren a Jesús”, nos había dicho. Estaba claro, él, en el Cielo. Miré por la ventana y diluviaba.
“Los hombres no lloran”, nos decían. Luego creces y lloras todo.
En el jardín de la Virgen no se veía la palmera, y el grifo se ahogaba bajo el agua y los cristales se habían empañado y las gotas resbalaban como bólidos y era divertido verlas y apostar por cuál ganaba y fallar siempre y reírse entre empujones y apoyar la frente en el vidrio, húmedo y frío. “¿Qué hacéis ahí, pasmarotes?”, nos dijo doña Emilia desviando la mirada.
Jamás había visto llorar a una persona mayor y eso me impresionó. Sin quererlo, sollocé, pero sin alardes. “Los hombres no lloran”, nos decían. Luego creces y lloras todo lo que tienes pendiente. En el alma también llueve. Eso lo sabe cualquiera. Sobre todo, cuando llega la muerte, tan callando. La de una madre o la de un hijo, aunque jamás le hayas visto la cara.
“Santinos de Dios, los cuidará María”. Entonces, como Manrique, a Aquel solo me encomiendo y le pido que cese la lluvia. Igual que hacía de niño. La lluvia. Eterna amenaza de la infancia, inevitable compañera de la vida. Siempre. La lluvia.