Frank Gálvez
Locutor y Periodista
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Nuestros ojos tienen una potencia irresistible, pero esa potencia puede ser empleada para el bien o para el mal. Uno debe ofrecer siempre, todos los días, miradas puras y dulces, como el cielo sin nubes; que al dar el pronóstico del día los que observen nuestra mirada no puedan menos que decir “Hoy tendremos cielo despejado”.
Hay que luchar por mirar con tanta serenidad que todos se sientan cómodos a nuestro lado y aprecien esa simpatía aquellos que se acerquen a nosotros. Pero ¿cómo lograrlo? Pues abriendo el corazón y nuestros sentidos más allá de su uso orgánico.
La poetisa Suzy Kassem en su superventas Levántate y saluda al sol, nos indica: “He estado encontrando tesoros en lugares que no quería buscar. He estado escuchando sabiduría de lenguas que no quería escuchar. He ido encontrando belleza donde no quería mirar. Y he aprendido mucho de viajes que no quería hacer.
Perdóname, oh Misericordioso; porque llevo demasiado tiempo cerrando los oídos y los ojos. He aprendido que los milagros solo se llaman milagros porque a menudo solo son presenciados por aquellos que pueden ver a través de todas las ilusiones de la vida. Estoy lista para ver lo que realmente existe al otro lado, lo que existe detrás de las persianas, y probar todas las frutas feas en lugar de solamente disfrutar las que se ven deliciosas, rollizas y maduras”.
”Tienes dos ojos y dos oídos, pero una sola boca. Es así porque debes mirar y escuchar el doble de lo que hablas“ (Lucca Kaldahl).
Y lo mismo que sucede cuando sale el sol, donde nos es imposible definir si alumbra más a una persona que a otra. Justo así debemos iluminar con nuestra mirada todo cuanto nos rodea, observando con bondad ecuánime a nuestro prójimo, tanto al que nos trata con notable gracia y bondad, como al que con mano dura y expresión torva descompone nuestra paciencia.
Lo dijo bien el escritor Jeremy Aldana: “Cada vez que una persona te mira a los ojos, solo busca encontrarse a sí misma; porque ella ya sabe que es parte de ti”. Dios hace salir el sol sobre justos y pecadores, ese sol que tanto alumna las verdes praderas como las oscuras hondonadas.
En nuestro rostro, en nuestros ojos ha de descubrirse siempre la misma luz de bondad para unos que para otros. Deseo cerrar esta columna con una reflexión del pintor belga Erik Pevernagie: “Cuando las palabras no se dicen y las emociones no se expresan, solo un brillo en los ojos de la alteridad puede inflamar la mente y provocar una lluvia de empatía”. Propongámonos desde hoy encender esa empatía para alumbrar nuestras ventanas del alma.