David Cerdá
Profesor, consultor, conferenciante, escritor y traductor
@davidcerdag
Schiller anota en Lo sublime que, “para que la razón busque refugio en la idea de libertad, debe estar en juego algo grave”. Intelecto y emoción empujan al hombre a esta terra ignota. Una vez allí, lo dejan solo en un no-espacio y un no-tiempo en el que solo puede adentrarse de puntillas.
Entre fogones, en medio de un olivar, de rodillas ante un altar se entabla una conversación con la realidad misma, se busca una conjunción con Dios, la humanidad entera o el cosmos (valga la redundancia). Hay dialectos, pero es universal el lenguaje porque lo es la experiencia.
Tal vez lo de menos sea la vía. Hace unos años, después de una conferencia en Francia, al dalái lama se le acercó un señor que le dijo que tras escucharle pensaba renunciar al cristianismo para hacerse budista. La respuesta del dalái fue antológica: “¿Por qué va a hacer eso? ¡Si el cristianismo está muy bien!” Los seres humanos nos procuramos realidades ultraterrenas en un visaje de expansión irrazonable.
Hace unos años, después de una conferencia en Francia, al dalái lama se le acercó un señor que le dijo que tras escucharle pensaba renunciar al cristianismo para hacerse budista. La respuesta del dalái fue antológica: ”¿Por qué va a hacer eso? ¡Si el cristianismo está muy bien!“
Shelley denominó a este gesto “el deseo de la polilla por la estrella”; una pretensión desorbitada. Si la trascendencia emparenta naturalmente con la moral, el amor y la belleza es porque las cuatro constituyen lujos orgánicos, extraños idiomas preciosos que, hasta donde nos consta, solo nosotros hablamos en el Universo.
Esta quemazón por lo Otro es un fuego común que, no obstante, puede ser pabilo titubeante o bosque en llamas. La realicemos o no, la capacidad de trascender nos caracteriza.
Cuando esta posibilidad se eclipsa, permanece latente, y el hueco que resulta puede incluso medirse, pues tarde o temprano aflora, ya sea en forma de mera insatisfacción o con trazas patológicas. Como explicaba José Ortega y Gasset, “el hombre a veces no tiene manos; pero entonces no es tampoco un hombre, sino un hombre manco”.