David Cerdá
Profesor, consultor, conferenciante,
escritor y traductor
@davidcerdag
Tenemos una faceta trascendente: aspiramos a sobrepasar el aquí y ahora de lo sensible. Este anhelo nuestro, del que no existen ni vestigios en otras especies, comporta vaciarse o llenarse en la realidad de un modo que no tiene que ver con nuestras otras experiencias y necesidades.
Sea mediante un afecto religioso de disolución en lo absoluto, en un arrobamiento estético o en cualquiera de sus otras manifestaciones, buscamos alguna forma de ultimidad, porque este mundo se nos queda pequeño y algo tira de nosotros hacia lo sublime. En la Encyclopédie, Louis de Jaucourt define lo sublime como “todo lo que nos eleva por encima de lo que éramos, y al mismo tiempo nos hace sentir esa elevación”.
Estamos sobredimensionados, optamos al infinito. El “cielo estrellado sobre mí” de Kant, las estatuas de la Isla de Pascua, el último movimiento, Resurrección, de la Segunda Sinfonía de Mahler, el desierto de Kalahari al caer la noche o la claraboya de una iglesia: puede uno inclinarse a una posibilidad u otra, lo que no puede uno es denigrarlas todas sin ponerse en evidencia.
Al trascender cedemos gozosamente ante un poder que se nos impone
Pusilla res est hominis anima, sed ingens res est contemptus animae; como escribió Séneca en sus Cuestiones naturales: “El alma es una cosa pequeña, pero es cosa tremenda el desprecio del alma”. Al trascender cedemos gozosamente ante un poder que se nos impone.
Atisbamos una grandeza indecible y nos entregamos en un plano que no es biológico ni social ni afectivo, en un nivel que tiene sus propias hechuras y reglas. De algún modo, no es algo que hacemos, sino que nos ocurre, aunque por supuesto pueda uno predisponerse. Por eso decía Jiddu Krishnamurti que no es posible dirigir el viento, pero hay que dejar las ventanas abiertas. Trascender es afrontar lo indescifrable.
Se instaura una economía imposible: sacar de casi nada un rédito extraordinario, la multiplicación de los panes y los peces. Un austero retiro en un convento, un gong cadencioso, la danza de los derviches… La mística tiene una base prosaica desde la que obtiene resultados insólitos. No hay experiencia más universal y democrática: cualquiera puede pensar lo incognoscible y querer por encima de todos sus deseos.
El contemplativo se empequeñece y así se agranda, esa es la esencia de su particular milagro. Lo insondable hace sentir una seguridad categórica que no admite racionalización. Es la máxima independencia a través de la máxima dependencia escogida, sucumbir por decisión propia a una fuerza irresistible. Pero no es un pasatiempo, ni es fácil; se vislumbra un acantilado, se camina entre riscos. Continuará…