Juan González Tizón, Nuria Martínez y Hombeline Ponsignon
Revista Nuestro Tiempo
Ahora hablan de aprendizaje automático o machine learning, un término más preciso desde el punto de vista científico, para evitar humanizar la tecnología. A ese respecto, Fautrel es tajante: “Ningún programa informático posee conciencia: no tiene la capacidad de elegir, proponer o pensar por sí mismo. Por eso es siempre una herramienta en tus manos”.
El miedo ante la novedad que parece amenazar al género humano también se refleja en la opinión pública. En septiembre de 2022, Jason Allen, un aficionado a la programación, presentó una obra titulada Théâtre D’opéra Spatial al concurso de arte de la Feria Estatal de Colorado (EE. UU.), y ganó el primer premio en la categoría de arte digital. La controversia sobre su legitimidad se desató porque había realizado el cuadro con Midjourney, un software que convierte líneas de texto en imágenes. Algunos medios de comunicación encendieron el contexto con noticias que destacaban a la inteligencia artificial como titular del galardón, en vez de a Allen. Y en Twitter algún agorero se atrevía a predecir la
muerte del arte.
Con la ley en la mano, no hay debate posible por el momento. Según explica Javier Fajardo, doctor en Derecho Civil, para que una obra de arte se considere como tal, debe ser fruto del ingenio humano. Se trata de un requisito imprescindible. Por tanto, una obra resuelta por el algoritmo de un programa sin que medie intervención humana, ni es arte ni la ampara el marco legal. Tampoco estará, por tanto, protegida por el derecho de propiedad intelectual.
¿Tienen o llegarán a tener conciencia las máquinas?
Sin embargo, incluso los propios algoritmos plantean problemas jurídicos. Volviendo a La familia de Belamy, el código que se empleó para generar la serie era un desarrollo, al parecer, del artista y programador Robbie Barrat. Por otra parte, aunque en el mundo creativo abundan los casos de apropiación, ¿está atentando la inteligencia artificial contra los copyrights al nutrirse de miles de referencias obtenidas de bases de datos?
Si Obvious defiende que la autoría pertenece al artista y no a la máquina, Du Sautoy, en el polo opuesto, recurre a un paralelismo entre el programador, los algoritmos y la obra, por un lado, y los padres, el ADN y los bebés, por otro, para justificar el lícito reconocimiento de la autonomía de la inteligencia artificial. Con esta perspectiva, el debate se ensancha: ¿tienen o llegarán a tener conciencia las máquinas? Fautrel no atisba creatividad en ellas, las considera solo un medio en manos de un humano: “Nosotros somos artistas al cien por cien. Lo importante es el proceso, el mensaje y el trabajo que resulta. Interactuamos con un ordenador y con programas informáticos para crear, pero no por eso se engendra algo con una
entidad consciente”.
¿Cuándo se llegará a dar el caso hipotético que propone la parábola de Du Sautoy? ¿En 2030? ¿2050? ¿Nunca? Son preguntas que no se estrenan ahora. Ya en 1953 Roald Dahl especuló acerca de un código escritor en El gran gramatizador automático, uno de sus Relatos de lo inesperado. Narra la historia de un inventor que construye una máquina capaz de inventar grandes historias, como respuesta a todos los rechazos que él mismo recibió de las editoriales. Du Sautoy y tantos otros retoman sus fantasías, mientras auguran y promueven que se conviertan en realidad.
El profesor Fajardo explica que el orden jurídico refleja una forma de concebir el arte que nació en el Romanticismo y que reconoce esta maestría como fruto del genio humano. Pero advierte que la ley es fruto del pensamiento y, en consecuencia, podría cambiar si este concepto evolucionase o ante futuros
desarrollos de la tecnología.