Pilar Andueza Unanua
Profesora en la Universidad de La
Rioja y miembro de la Cátedra de
Patrimonio y Arte Navarro
Dejando a un lado la pintura y la escultura religiosa y mitológica, donde se prodigó con abundancia la figura femenina, a lo largo de la historia, prácticamente solo el retrato ha sido capaz de convertir a mujeres concretas, con nombres y apellidos, en protagonistas de alguna parcela del ámbito artístico.
De hecho, salvo alguna excepción, hasta hace escasas décadas, las mujeres han sido silenciadas como artistas, como mecenas y promotoras de las artes, como coleccionistas o como gestoras de talleres artísticos, una secular invisibilización que afortunadamente ha comenzado a revertir al convertirlas en centro de numerosas investigaciones. Desde la Antigüedad el ser humano mostró su deseo de aparecer representado a través de las artes.
La Grecia clásica alumbró un tipo de retrato destinado a vencer a la muerte y perpetuar al individuo a través de la fama y la gloria adquiridas por sus obras. Tras la Edad Media, donde este género decayó enormemente, el Renacimiento, alimentado por el Humanismo, recuperó esta idea de la memoria.
Por ello, y merced al poder de las imágenes, el retrato se extendió a partir del siglo XV entre la realeza, la nobleza y la alta jerarquía eclesiástica, abriéndose desde entonces hacia otros grupos sociales, como la burguesía, y dando entrada definitivamente en él a las mujeres, aunque en número significativamente inferior al de los hombres.
Los primeros retratos femeninos conservados en Navarra remiten a la Edad Media.
Verosimilitud, rigor, dignidad y respeto serían las recomendaciones dadas por los tratadistas para su desarrollo. Los primeros retratos femeninos conservados en Navarra remiten a la Edad Media. Se trata de un limitado conjunto que se manifiesta a través de dos fórmulas: como donante y a través de su efigie sobre su sepulcro.
Patrocinar una obra fue aprovechado por algunas personas notables para representarse junto a una imagen sagrada en un acto propagandístico que mostraba al mismo tiempo sus devociones particulares. Estas representaciones medievales situaban al donante en una zona marginal de la escena, en pequeño tamaño, de perfil, arrodillado, ricamente ataviado y sin pretender parecido físico alguno.
Las primeras mujeres retratadas se sitúan en varios retablos góticos pintados de la primera mitad del siglo XV. Aparecen acompañadas de sus maridos, flanqueando al santo titular.
Sin ánimo de citar todos los ejemplos, destacamos a Toda Sánchez de Yarza, que figura con su esposo Martín Périz de Eulate, mazonero de las obras reales, tanto en el retablo de San Nicasio y San Sebastián (1402), hoy en el Museo Arqueológico Nacional, como en el dedicado a Santa Elena (1416), que encargaron para la capilla que poseían en la estellesa parroquia de San Miguel, donde situaron también su sepulcro, en el que volvieron a representarse.
Otro ejemplo significativo lo hallamos en la catedral de Tudela que acoge el retablo de Nuestra Señora de la Esperanza, a cuyos pies el pintor Bonanat Zahortiga representó en 1412 a Isabel de Ujué y a su marido, el canciller Francés de Villaespesa, también con destino a su propia capilla funeraria. Continuará…