Enrique García-Máiquez
Revista Nuestro Tiempo
El poeta Charles Simic lo cuenta: “Norman MacCaig fue un practicante del poema breve, un mago de la semejanza y un caballero del principio del placer estético. “No soporto (declaró una vez en una lectura de poesía en Kilkenny en la que estaba presente en primera fila Robert Lowell, invitado de honor del festival), no soporto la poesía triste y ambiciosa”; y comenzó a leer de su copioso almacén de partituras optimistas.
Había plantado una duda sobre la tendencia épica y el tono elegíaco y logró arrastrar a los oyentes consigo, llevándonos a una tierra de promisión de imágenes lúdicas, algunas preadolescentes, otras curtidas y despeinadas como jefes de clanes. El público, en trance, le premió con un aplauso sincero, agradecido y prolongado.
Era el momento inesperado de un bis y el ironista bajó la guardia un segundo: “¿Qué queréis que lea?”. “¡Lee el poema triste!”, gritó Lowell, rápido como el destello de luz de sus gafas. Y MacCaig, siempre caballeroso, leyó un poema de gravedad y tristeza inusitadas. Tras el poema, cabizbajo, bajó del escenario”.
Todos tenemos que ser cada uno lo mejor que podamos. Yo lo ejemplifico con poetas porque somos más expuestos y dicharacheros.
Hay quien cree (quizá el mismo Simic) que esta anécdota deslegitima la poesía celebratoria de MacCaig (que parece, por cierto, el primo escocés de Máiquez). A bote pronto, me saldría contraatacar con la historia jasídica de Zusya. Cuando le afearon su desenfadada forma de ser, respondió que, si en el Juicio Final le preguntasen por qué no fue Moisés, él replicaría que jamás había sido profeta.
Si le exigiesen haber sido Jeremías, recordaría que él no era escritor. Si le pidiesen cuentas por no haber sido el rabí Akiba, respondería que un gran maestro no lo fue ni en sueños. Pero que si Dios le preguntase por qué no fue Zusya, ay, ay, entonces sí que no tendría excusa legítima. Nuestra auténtica obligación es ser nosotros mismos, alegres o sesudos, según. Todos tenemos que ser cada uno lo mejor que podamos. Yo lo ejemplifico con poetas porque somos más expuestos y dicharacheros, pero a la propia personalidad está llamado cada cual.
Luego lo he visto más claro cuando Julio Llorente, en una entrevista, me llamó la atención sobre el hecho de que en todos mis libros de poesía hay uno o, como mucho, dos poemas muy tristes. Aunque yo, como mi primo escocés, prefiero dar esquinazo a la poesía desesperanzada y pretenciosa, podría cumplir perfectamente con Lowell, y recitar mi poema triste, si él me lo pide.
Esos pocos textos marcan el nivel básico a partir del cual el alma ha de levantar su vuelo. MacCaig solo no habría sido fiel a toda la verdad si hubiese renegado realmente de la “tendencia épica” aunque yo sospecho que eso lo pone Simic por su cuenta, porque la alegría implica el heroísmo de alzarse por encima de la melancolía gravitatoria y la elegancia de no elegir la elegía. Quizá Robert Lowell, que sabía que aquel poema triste existía, pues lo pidió, no pretendía sino recalcar el verdadero mérito de su colega: haber escrito solo uno, y luego haberse volcado en el vuelo. Y MacCaig cayó, leyó y calló.
A Claudio Rodríguez, en un poema inolvidable, titulado Lo que no es sueño, le pasó exactamente lo mismo, pero al revés. Vio que en ese juego entre lo triste y lo alegre, lo más verdadero, siempre, es la alegría: “Déjame que, con vieja / sabiduría, diga: / a pesar, a pesar / de todos los pesares / y aunque sea muy dolorosa, y aunque / sea a veces inmunda, siempre, siempre / la más honda verdad es la alegría”. Escribió su poema feliz.
La razón de ser de este artículo es que nos conjuremos para evitar la impertinencia de exigir estados de ánimo al prójimo, poeta o no. Si alguien, como un mago de la semejanza y del placer estético, nos pone en trance con sus frases desternillantes o sus historias gozosas, no le demandemos el poema triste; porque, además, lo tendrá.
Y viceversa: cuando alguien nos estremezca de ternura o de compasión o de dolor, recordemos que la más honda verdad, a pesar de los pesares, es la alegría. Y escuchemos en ambos casos sin interrumpir la magia. No seamos Pepitos Grillos.