Gaspar Jenkins
Profesor e investigador del Centro de Justicia Constitucional, Facultad de Derecho
Sin embargo, también ha existido una reflexión sobre los elementos esenciales del principio en sí y, en especial, sobre la forma en que es utilizado el concepto de “poder”. En 1900, por ejemplo, Jellinek recalcaba la indivisibilidad del poder del Estado como elemento central para su consolidación individual (ello, con base en la idea de soberanía que no reconoce dentro del territorio estatal “poderes iguales”), mientras que Heller, un par de décadas más tarde, nos habló de la acción unitaria del Estado, cuyos actos no pueden ser imputados sino solo a él, nunca a un órgano exclusivo o a una autoridad específica, producto de derivar el “poder político” de una relación constante entre gobernantes y “súbditos”.
De esta forma, el “poder” soberano del Estado se caracteriza por no reconocer autoridad alguna por sobre sí, ya que nadie se le puede oponer o superponer dentro de sus fronteras. Por esto, poco a poco, se ha dejado de utilizar académicamente la expresión “separación de poderes” (salvo para fines explicativos y/o figurativos) por considerarse inadecuada técnicamente.
Karl Loewenstein, en su Teoría de la Constitución, propondría dejar atrás la expresión para comenzar a hablar del principio de “distribución de funciones”, puesto que el sentido de esta garantía será reconocer la necesidad de dividir y controlar el ejercicio del poder político del Estado en distintos órganos de su interior.
Jellinek recalcaba la indivisibilidad del poder del Estado como elemento central para su consolidación individual.
De esta manera, el “poder político” sigue siendo indivisible, pero los mecanismos y vías para su ejercicio podrán ser distribuidos entre varios entes públicos, según las diversas funciones establecidas por la Constitución, siendo inclusive posible entregar una misma función (o funciones similares) a órganos distintos, evitando miradas estancas que caracterizaban el entendimiento clásico de la separación de poderes (así, si en un primer momento solo se entendía que el Poder Legislativo era capaz de dictar normas generales y abstractas, ahora es posible entender que esa función puede ser entregada a diversos órganos, como el Congreso, a través de la ley, o el Presidente de la República, mediante reglamento, aunque con ámbitos y alcances distintos).
Lo importante, eso sí, será alcanzar el efectivo “contrapeso” entre estos órganos y sus funciones, cosa que se logra dotándolos para el ejercicio de sus labores específicas de una autonomía real y adecuada que les permita llevar a cabo sus tareas sin la interferencia indebida de las demás entidades públicas, estatuyendo, eso sí, como contracara a dicha autonomía, un régimen de responsabilidades específicas a las que se someterán sus autoridades en caso de que actúen fuera de sus límites jurídicos.
Continuará…