Ricardo Piñero
Profesor del Máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea
Deberíamos estar muy agradecidos a aquellos que nos han recordado con sus
vidas que cada instante de nuestra existencia vale la pena, especialmente si lo han hecho porque están convencidos de que no hay meta más importante que la de buscar la verdad. Ser buscadores de la verdad… ese debería ser nuestro compromiso cotidiano.
Benedicto XVI será siempre un ejemplo de claridad, de honestidad intelectual, de rigor filosófico y teológico, pero también siempre será una prueba fehaciente de que la verdad no solo es contundente, sino sobre todo algo apetecible, deseable, amable, cordial.
Una de las iniciativas que más definen su modo de ser papa vio la luz en la vigilia de la Navidad de 2009. Nos invitó a todos a participar en el Atrio de los gentiles. Bajo esa fórmula metafórica se hallaba un auténtico reto. El propósito de ese espacio simbólico era el de mantener viva la búsqueda de la verdad suprema que es Dios. Nos interpeló a todos. A todos quiere decir a todos: creyentes y no creyentes, agnósticos y ateos, intelectuales y obreros, trabajadores manuales y profesionales de todos los ámbitos.
La razón era sencilla: buscar la verdad como un modo cualificado de facilitar un encuentro personal con Cristo, con ese Cristo que es la Encarnación misma de la Verdad. El Atrio era un proyecto de envergadura en el que se reflexionaba desde la inteligencia y el corazón, desde el diálogo y la doctrina, desde la honestidad y la prudencia, con el fin de profundizar, renovar y afianzar la hermosa presencia de Dios en la vida de los seres humanos. Nunca dudó de que conocer mejor a Cristo es lo que nos ha hecho descubrir la belleza de su Amor.
La belleza es una de las pruebas irrefutables de la existencia de Dios.
Benedicto XVI nos ha enseñado a compartir los dones recibidos, especialmente la razón y la fe, y nos ha mostrado cuidadosamente la belleza de una verdad sin disfraces. Sus obras nos han acompañado en esa búsqueda de un horizonte infinito en el que Dios mismo se hace visible. Con sus palabras y con sus actos nos ha insistido en que no podemos vivir de espaldas a lo que creemos.
A cada instante ha sido un testigo íntegro y fiel de que los que viven en y por la verdad son capaces de descubrir y amar también, por añadidura, el bien y la belleza. El esplendor de la belleza es la antesala de esa lucidez amorosa que es conocer a fondo la naturaleza de la verdad. En eso consiste la vida buena, la vida que merece la pena ser vivida: una vida a la altura de los hijos de Dios.
Su agudeza intelectual es paralela a su sensibilidad estética. El 31 de agosto de 2011 nos recordaba cómo la via pulchritudinis, el camino de la hermosura, era un sendero privilegiado para conectar nuestra percepción de las cosas bellas con el Creador. El interior de un templo románico le transmitía un impulso de recogimiento y un deseo de oración.
En las aristas del gótico podía ver esa verticalidad que nos transporta hacia el cielo, y en la altura de las catedrales esa combinación paradójica entre nuestra pequeñez y las ansias de plenitud. En ambos casos, la belleza en ellos patente, se le manifestaba como una puerta abierta hacia el infinito, un modo de abrir la mente y el corazón hacia esa hermosura suprema que es Dios. Y qué decir de la música en la que experimentaba la vibración eterna de las cuerdas de un corazón enamorado.
El amor a la verdad y a la belleza siempre han sido para el papa emérito los modos perfectos de superar la escisión entre la conciencia humana y la conciencia cristiana. La belleza es la gran necesidad del ser humano, y la verdad la raíz de la que brota lo mejor de nuestras vidas. Hans Urs von Baltasar señalaba que la belleza es la última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien.
Benedicto XVI nos enseñó que la belleza auténtica abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, amar, de ir hacia el Otro, hacia el más allá. Belleza y verdad nos descubren el sentido de la vida, nos muestran la evidencia del misterio del Amor, ponen ante nuestra mirada no solo la inmensidad del infinito, sino sobre todo la cercanía de un Dios que jamás nos abandona.
La belleza es una de las pruebas irrefutables de la existencia de Dios, por eso la hermosura nos lleva hacia la esperanza, porque en el corazón de Dios nada nos falta, todo se nos da. Benedicto XVI nos ha transmitido un legado firme y sincero: verdad y belleza son el fruto del amor que Dios nos tiene. Eso debería alentar nuestro espíritu, agudizar nuestra inteligencia, alegrar nuestro corazón. Por todo ello, con toda mi alma,… gracias…