Ana Sánchez de la Nieta
Revista Nuestro Tiempo
Los espectadores los hemos temido e incluso hemos llegado a odiarlos… pero no pudimos despreciarlos y nos resultan imposibles de olvidar. Por más que lo hayamos intentado, no hemos conseguido que nos parezcan indiferentes.
Quizás porque, en el fondo, los hemos comprendido: hemos descifrado la herida del hijo en el Joker o la del padre en Darth Vader y, aunque nos horrorice el canibalismo de Hannibal Lecter en El silencio de los corderos, algo nos dice (como a la psicóloga Clarice Starling) que ese absoluto descoloque de piezas puede tener una razón que no sea solo la maldad.
En la vida real, todos tenemos algo de guionistas.
Intuimos también que, con toda probabilidad, Thomas Harris, al inventar a Lecter, trabajó sobre todo el motivo último de su comportamiento. En la vida real, todos tenemos algo de guionistas cuando nos enamoramos de los personajes que pueblan nuestro día a día.
Del portero que nos saluda al salir del edificio, de la taxista que quizás no habla porque le preocupa su futuro e incluso de ese vecino que siempre encuentra algo que recriminarnos antes de pronunciar un buenos días.
Si conocemos sus historias, sus metas, sus dolores y fallos, será más fácil entenderlos y enamorarnos. Y convertirlos en héroes y construir con ellos la mejor película, la de la propia vida.