Claudio Rodríguez
Joseluís González profesor y escritor
@dosvecescuento
La poesía del irreemplazable Claudio Rodríguez despierta el vivir agradecido. Otro poeta, con los golpes que le arreó la vida, hubiera escrito lamentaciones jeremiacas. Pero Rodríguez festeja esta gracia de haber venido al mundo.
Los primeros versos que leí de Claudio Rodríguez (1934-1999) se me quedaron (¿pero a quién no?) por dentro, remansándose: “Siempre la claridad viene del cielo;/ es un don: no se halla entre las cosas/ sino muy por encima, y las ocupa/ haciendo de ello vida y labor propias./ Así amanece el día; así la noche/ cierra el gran aposento de sus sombras”.
Pertenecen a Don de la ebriedad, que empezó a escribir a los diecisiete años, andariego a solas por serenas llanuras de Castilla, contemplativo, y apareció en 1954 aunque con pie de imprenta de 1953, justo cuando el poeta acababa de cumplir los veinte y conoce a Clara Miranda, su mujer. El título puede entenderse como la emoción inspirada por un regalo de entusiasmo, de conmoción, de aclamación.
Con ese original libro, o más bien ese espacioso poema, ganó el Premio Adonáis, en medio de su licenciatura en Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid, hoy la Complutense. Gerardo Diego, a quien de adolescente leyó, José Hierro, Luis Felipe Vivanco, José Luis Cano y el catedrático Florentino Pérez Embid compusieron el jurado, en la séptima vez que se concedió.
No figuraba Vicente Aleixandre, que le remitió estas palabras tras aparecer el volumen: “Perdona lo que te voy a decir, pero tú no volverás a escribir más. Tu caso va a ser parecido al de Rimbaud”. Por fortuna, quien iba a ser Nobel de Literatura un cuarto de siglo después se confundió, como lo confirman los siguientes títulos de Claudio Rodríguez.
Escoltado de cerca por Aleixandre, el libro es optimista y en sus líneas resuena esperanza.
Releo Alto jornal, con la voluntad de que usted se adentre por su cuenta en la poesía de este hombre. Este “romance heroico” (versos endecasílabos donde los pares riman en asonante, aquí en á-o) lo incluyó en su segundo poemario, Conjuros (1958), al poco de titularse en Filología Románica. Escoltado de cerca por Aleixandre, el libro es optimista y en sus líneas resuena esperanza. Aquel octubre, Claudio viaja a la Universidad de Nottingham a ejercer de lector: da clases de Lengua y Literatura Españolas, lee, estudia, refina su inglés. El curso siguiente se casa con Clara. En 1960, el matrimonio se traslada a Cambridge, en cuyo campus él enseña. En verano de 1964 volverán a España.
Alto jornal lo forma una sola y larga frase encadenada con la conjunción y, como el lenguaje infantil, que cuando cuenta agolpa cosas y cuando pide lo acumula todo: y…, y…, y… Pero es más que una kilométrica y risueña frase.
Alto jornal, no Jornal alto, recrea (encarna) una revelación. Un trabajador de repente cambia la manera de ver su oficio, y la vida, ahora resplandeciente aunque igual que antes. El instante iluminador. Algunos poetas celebran el mundo. Dan versiones como canciones ajenas. Otros, tal vez los más grandes, nos lo hacen descubrir. Entregan lo que de verdad es una palabra: un acontecimiento. No solamente (perdón por la filigrana) un acaecimiento. En estos versos (por suerte, cabrán otras interpretaciones) lo que ese hombre cobra día a día por su trabajo, el jornal, pura etimología, sea cuanto sea, adquiere una dimensión elevada: el dinero no importa tanto como el destellar que se le manifiesta en su labor, donde se entrelazan tarea y gracia. Sentido.
Conviene entender cabalmente las palabras. El Diccionario de la lengua española recoge la locución verbal de aire coloquial “no caber alguien en el pellejo”. Además de “estar muy gordo” indica “estar muy contento, satisfecho”. Contento como un niño que recibía en los años cincuenta españoles la Primera Comunión, en expectantes ayunas, como el amanecer. La aldaba es el picaporte para llamar en las puertas de antes, un puño o una argolla. La aldaba es alguien. Lo más minúsculo se hace grandioso. Sin perder su tamaño de realidad.