Sofía Salas Ibarra
Profesora Titular, Centro de Bioética, Facultad de Medicina
Por otra parte, algunos consideran que las personas con trastornos del ánimo (especialmente si tienen ideación suicida) no tienen la competencia suficiente para tomar este tipo de decisiones, por lo que no se cumpliría con una de las condiciones claves para que una solicitud de este tipo sea acogida. Finalmente, otros argumentan que solo una dolencia física (demostrable con exámenes de diverso tipo) y no mental o sicológica (donde no hay demostración empírica de la gravedad de la condición) podría justificar la solicitud de eutanasia. Pero, si verificamos que la persona que solicita la eutanasia lo hace por tener una condición médica irreversible, que le ocasiona un sufrimiento mental “constante e insoportable”, que no puede ser aliviado con las herramientas clínicas actualmente disponibles, que lo hace estando plenamente consciente de las consecuencias de su solicitud y libre de presiones externas, no tendríamos argumentos válidos para discriminar a personas con problemas de salud mental del acceso legal a una muerta asistida.
Porque si no, estaríamos considerando dos categorías distintas de sufrimiento, cuando en realidad este es siempre una experiencia subjetiva y multidimensional, por lo que solo la persona que lo experimenta es capaz de cuantificar cuán intolerable le resulta. En este sentido, la persona con un trastorno de salud mental es tan vulnerable como un enfermo terminal, por lo que tendría los mismos (no menos) derechos. Al final del día, esta discusión refleja lo difícil que es juzgar qué dolor debiera terminar en la aceptación de la muerte asistida de una persona.