lunes , 25 noviembre 2024
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El sentido de un final

Javier Gil Guerrero
Investigador del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra

La sucesión de crisis geopolíticas de calado en los últimos años nos deja perplejos. Europa, acostumbrada desde 1945 a ser una isla de paz, libertad y prosperidad en el mundo, asiste atónita a una masiva transferencia de riqueza del Oeste al Este. Mientras tanto, sus fronteras se tornan cada vez más inseguras. Occidente contempla paralizado la agresividad de una China y Rusia revisionistas cada vez más seguras de su propio poder.

Todo esto no es más que un mundo que se agota para dar paso a otro que apenas podemos vislumbrar todavía. El éxito nunca es definitivo: los imperios y las hegemonías nacen con fecha de caducidad.

El Imperio Romano se prolongó durante casi un milenio (al menos, en lo concerniente a Bizancio) y los grandes imperios europeos de la edad moderna (español, francés e inglés) duraron más de un siglo cada uno. Sin embargo, los ‘imperios’ más recientes, como el soviético o el americano, apenas logran una hegemonía de unas décadas.

El occidental, y especialmente el europeo, requiere de una nueva educación.

El británico fue el último imperio europeo y con Estados Unidos termina una hegemonía occidental de 500 años. Por primera vez en la historia, se presenta la posibilidad de que la supremacía global no recaiga en Occidente sino en Asia.

Esto implica un mundo con nuevas reglas e intereses, no enraizados en los valores judeocristianos ni en el legado filosófico-jurídico grecorromano. Todavía no nos hacemos una idea de los cambios que esto conllevará.

Acostumbrados a dar por sentado que nuestro modo de ver el mundo y nuestras preocupaciones en torno al individuo, la mujer, la familia o la libertad sean los que imperen, estamos tardando en reaccionar y ajustarnos a la nueva situación.

El occidental, y especialmente el europeo, requiere de una nueva educación. Nos escandalizamos por un expansionismo territorial ruso y chino basado en su fuerza militar.

Nos desorientamos con las laberínticas guerras civiles e insurgencias de Oriente Próximo. Sin embargo, olvidamos que, en palabras de Élie Barnavi, nuestro Estado moderno fue creado “por y para la guerra”. Para los europeos nacidos tras la II Guerra Mundial, el carácter guerrero del Estado no es más que una ‘abstracción histórica’ o algo propio de series fantásticas de televisión.

Hemos desaprendido el arte de la guerra que hizo posible nuestra sociedad, despreciándolo como algo irracional. Sin embargo, tal y como apuntó Clausewitz, la guerra puede ser algo muy racional: un instrumento de la razón de Estado para ajustar equilibrios de poder a escala regional o global.

Putin o Xi Jinping no están movidos meramente por pasiones desenfrenadas o fundamentalismos ideológicos o religiosos: los movimientos de sus tropas obedecen, ante todo, a una fría voluntad de poder. Brutal e inmoral, pero racional.

Europa es ajena a todo esto. Las únicas guerras a las que nos hemos enfrentado en las últimas décadas han sido asimétricas, en que la disparidad tecnológica y de recursos era tal que podíamos llevarlas a cabo con un mínimo de bajas que apenas llamase la atención de la opinión pública.

A pesar de todo, nuestras expectativas eran tan irreales que la muerte de un soldado en un conflicto lo convertía en una catástrofe militar y en un evento nacional.
Continuará…

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