sábado , 23 noviembre 2024
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Gorbachov y las paradojas del fracaso

Pablo Pérez 

Catedrático de Historia Contemporánea

Mihail Gorbachov hizo la carrera típica de un miembro muy aplicado del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), llegó hasta su cima en 1985 y contribuyó decisivamente a que desaparecieran tanto el partido como la Unión Soviética en 1990 y 1991.

Fuera de su país ha sido y sigue siendo admirado como un reformador decisivo y un hombre de paz que mereció el Premio Nobel a ese título. Dentro, muchos lo consideraban el responsable de una política desastrosa que deshizo el país (el gran país que estaban convencidos de ser) y de provocar guerras nacionalistas que todavía no han cesado. Lo interesante del caso es que fue todo eso.

Como en todo sistema dictatorial, sus logros se apoyaron en la capacidad de halagar a los jerarcas del partido. Sabía mostrarse ortodoxo y confiado, y también dinámico, innovador y capaz de mirar hacia el futuro del comunismo para mejorarlo. Su mentor, Yuri Andropov, fue un hombre con larga experiencia, director del KGB, la poderosísima policía política, desde 1967 hasta 1982, cuando se convirtió en cabeza de la URSS.

Gorbachov aparecía como un portador de libertad fuera.

Gorbachov creció bien informado. Conocía los entresijos políticos del país, y sabía lo mal que iba su economía pese a que apareciera en la cima de su poder mundial y armamentístico. La cúpula militar roja había dado la alarma: el problema no era de inversión, era de estructura. La economía occidental era dinámica y creativa, innovadora, y la soviética, lo contrario. O se emprendía una reforma seria o se iba al desastre militar.

Andropov emprendió algunas reformas para poner remedio a esa penosa situación, pero apenas tuvo tiempo de esbozarlas por su mala salud. Falleció en 1984 y fue sustituido por Chernenko, que tenía una salud todavía peor: falleció al año siguiente. Gorbachov fue el candidato indiscutible para sustituirle.

El flamante y (por fin) joven y sano líder de la patria del comunismo se puso a la tarea con entusiasmo. Anunció reformas importantes y su deseo de rehacer el país mediante una perestroika, término que en ruso significa una conversión en sentido casi religioso, traducido muy tecnocráticamente como “reestructuración”. Sabía que los cambios económicos debían llevar aparejados cambios políticos.

Estaba seguro de que su primer programa de reformas económicas remediaría la situación en un año más o menos. En cuanto se aplicó, la situación empeoró notablemente. El desconcierto continuó varios años hasta que se aplicó algo menos cosmético y más profundo. Para entonces, las cosas iban todavía peor. El descontento crecía irremediablemente. Los líderes regionales del partido se percataron pronto del peligro que les acechaba y comenzaron a defender sus prerrogativas y su autonomía: fue el comienzo de la desbandada, de la escalada nacionalista y del nacimiento de un nuevo sistema oligárquico.

En el exterior, Gorbachov necesitaba redimensionar una política exterior insostenible por su coste. Ahí sí que consiguió lo que sus predecesores intentaron sin conseguirlo: acercarse a los occidentales, seducirlos en lugar de confrontarse a ellos, mostrarse atractivo.

El éxito de imagen fue espectacular hasta llegar a la llamada gorbymanía en Alemania, a conquistar a Margaret Thatcher, a entenderse con Ronald Reagan y Helmut Kohl, y a obtener de ellos créditos y ventajas económicas sustanciosas. A cambio, Gorbachov regalaba sonrisas… y desarme. Había algo más: se convenció de que los occidentales no iban a atacar. Eso desactivó el mecanismo de la Guerra Fría a partir de 1988.

Las repúblicas satélites europeas, a las que pidió que se sostuvieran a sí mismas y liberó de la doctrina de soberanía limitada, aceleraron los cambios, sobre todo en Polonia, seguida pronto por Hungría, Checoslovaquia y la RDA. Gorbachov tuvo el mérito de renunciar al uso de la fuerza para retenerlas cuando, contra lo que él pensaba que sucedería, repudiaron el socialismo en elecciones semilibres.

Gorbachov aparecía como un portador de libertad fuera, mientras que dentro lo era de nuevos problemas. Los separatismos cundieron dentro de la URSS y, tras un tímido intento de reprimirlos, se resignó a consentirlos. Los que querían preservar la URSS intentaron un golpe de Estado en agosto de 1991 para evitarlo. Fracasó: Rusia misma se contagió del virus separatista, se alejó de la URSS y la vació de contenido. 

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