domingo , 24 noviembre 2024
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Sobre los acantilados de mármol – Ernst Jünger (II)

Ricardo Calleja 

Profesor del IESE y del Máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea (Universidad de Navarra)

Entre unas y otras, se va insinuando un conflicto que exige una respuesta por parte de los protagonistas y, porsupuesto, por parte del lector: combatir a la violencia con más violencia, u oponerse al nihilismo cultivando un orden capaz de devolver la paz a las almas y a los cuerpos. Poner orden desde fuera o desde dentro. Limitarse a recordar con nostalgia lo perdido, o mantenerlo vivo para las futuras generaciones.

Un directivo empresarial se sentirá quizá frustrado al ver que el problema del nihilismo no tiene solución organizativa, pues no lo provoca la disposición exterior de los medios sino que es una enfermedad del espíritu. 

Todo lector queda hoy alarmado al entender que se trata de un peligro que no ha desaparecido con la derrota de los totalitarismos del
siglo XX.

Todo lector queda hoy alarmado al entender que se trata de un peligro que no ha desaparecido con la derrota de los totalitarismos del siglo XX, sino que nos acompaña, especialmente en tiempos de disrupción tecnológica ingenua. Algunos se exasperarán al ver a dos antiguos líderes refugiarse en la fuerza espiritual de las palabras, en el orden frágil de la botánica, en vez de empuñar las armas, de dar la cara. 

Pero todos serán capaces de reconocer que solo hay un modo adecuado de tratar a las personas, y que solo así puede recuperarse la armonía en un tiempo de divisiones desabridas y de activismo desenfrenado. Y leerán con gusto y aprovechamiento este y otros lúcidos y hermosos pasajes:

“Se necesitaba tener un espíritu tan imparcial y libre como el de hermano Othón para poder crear una armonía semejante a la que reinaba entre nosotros. Hermano Othón tenía por principio tratar a las personas que se le acercaban como si estas fueran inestimables tesoros descubiertos a lo largo de un viaje. Por otra parte, gustaba llamar optimates a los hombres, con lo que daba a entender que todos forman la aristocracia natural de este mundo y que cada uno de ellos, por otra parte, puede hacernos un gran bien. Concebía a los hombres como depositarios de algo maravilloso y a todos les dispensaba un trato principesco. Y, realmente, todas las personas que se acercaban a él se abrían como plantas que despertaran de un sueño invernal, y no porque se hicieran mejores de lo que eran, sino porque se acercaban más a sí mismas”.

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