Enrique García Máiquez
Revista Nuestro Tiempo
Me paso la vida aspirando a ser un misántropo extrovertido, un solitario sociable y un reservado encantador, pero tengo que reconocer que los oxímoros se me oxidan. Muchas veces tendría que haber dicho no a alguien para defender mi tiempo de trabajo, mi espacio de lectura o los ratos que dedico a mi familia y a Dios, pero no lo dije. Va a contrapelo de mi querencia. Voy a escribir este artículo para darme fuerzas. San Josemaría Escrivá de Balaguer lo puso con razón al principio de su Camino: “Acostúmbrate a decir que no”, y yo, que llevo leyéndolo con entusiasmo desde los doce años, todavía no he aprendido esa lección.
En cambio, me aprendí del tirón la del verso de Miguel d’Ors: “A cuántas cosas dice no cada sí que pronunciamos”. No tengo mérito. Como yo pronuncio fundamentalmente síes, ay, tengo muy pragmáticamente comprobados los subsiguientes noes concatenados. He padecido en mis carnes que cada sí tiene un coste de oportunidad, como explicaría un economista, en cosas que uno ya no puede hacer por falta de tiempo, de silencio, de dinero, de fuerzas o de poder de bilocación.
Ahora bien, todavía es más importante, al menos para los que tenemos el gatillo fácil de la afirmación, darnos buena cuenta del viceversa, esto es, de a cuántas cosas dice sí cada no que, por una vez, hayamos sido capaces de balbucear aunque torpemente. Un no a un lío sobrevenido implica cumplir una tarde de trabajo ya planificado y una cena en familia y hasta una hora última de lectura en paz.
Nuestra personalidad la forjan los sí que hayamos sido capaces de decir a nuestras vocaciones auténticas.
Hay que tener muy presentes esos síes implícitos, siempre en el alero, que te conquistará un esforzado no. El filósofo contemporáneo Peter Kreeft lo explica sin ambages: “El amor al prójimo no es suficiente. La amabilidad no basta. La compasión no basta. También necesitamos rectitud, justicia, santidad.
La virtud tierna sin la virtud dura no es suficiente. La sinceridad sin mapas no es suficiente (¿lo es para un agente de viajes?)”. Luego hay que sopesar cada caso con prudencia. No en vano la prudencia es, para los clásicos, la reina de las virtudes cardinales.
No vale abonarse al no como tampoco suscribirse al sí. Ann Landers definió la personalidad como la capacidad para decir que sí, y el carácter como la capacidad para decir que no. Nuestra personalidad la forjan los sí que hayamos sido capaces de decir a nuestras vocaciones auténticas. Pero hay que decirlos con todas las consecuencias, incluidos los necesarios noes a cosas también estupendas como la insaciable curiosidad intelectual o una inagotable hospitalidad universal. La personalidad requiere del carácter para no disíparse.
Así las cosas, la famosa advertencia de Jesús (“Sea, pues, vuestro modo de hablar: ‘Sí, sí; no, no. Lo que exceda de esto, viene del Maligno”) puede tener la más literal de las lecturas.
No hace falta jurar (ni en vano ni en verdad ni por los pelos de nuestra cabeza) porque nada conlleva más compromiso que decir que no para mantener nuestros síes y que asumir los noes que conlleva nuestro sí. Sí, sí y no, no; eso es todo. Claro que aprenderlo exige una vida de afirmación y de negaciones. Por suerte, hay un resquicio enorme para la amabilidad en mi propósito de firmeza. Quien más noes tiene que llevarse ¡y a lo largo de un solo día! es con diferencia uno mismo.