Isabel Rodríguez Tejedo
Profesora de la Facultad de Económicas de la Universidad de Navarra
Si fuera una persona, el euro no solo tendría edad de votar sino que estaría a punto de acabar una carrera universitaria. Más que los veinte años que hace que la moneda única se puso en circulación, es esa la imagen que más recuerda que hay una generación entera de ciudadanos que nunca ha tenido entre sus manos una peseta, salvo quizá por curiosidad.
Seguramente, muchos de estos jóvenes han hecho un “viaje europeo” de fin de estudios, de esos en los que uno duerme hoy en un autobús en un país para despertarse mañana en otro. Pero lo que no habrán hecho es ese gesto que para sus padres fue habitual, el de buscar en la mochila, repasando entre varios sobres, las monedas necesarias para el viaje, para encontrar la moneda que toca hoy.
El euro fue un símbolo claro de vocación
integradora.
Aquí pesetas, ahí francos (sin liar los franceses y los belgas) y para el jueves, marcos. El euro fue un símbolo claro de vocación integradora, un resultado palpable y visible de un proceso político que buscaba una Europa más unida, donde la prosperidad sería la vacuna para no repetir conflictos bélicos.
La moneda única ha facilitado el movimiento de personas y bienes entres los países de la Unión, integrando mercados físicos y financieros. También ha permitido una mayor presencia internacional, haciéndose un hueco junto al dólar como moneda de referencia.
Hoy, el euro es la segunda moneda de reserva mundial y cerca de la mitad de los pagos internacionales se efectúan en euros.
Operar en la misma moneda permite eliminar la incertidumbre asociada al cambio de divisas y sus costes asociados.
Un ejemplo del día a día se puede encontrar en la facilidad con la que los consumidores pueden hacer compras en línea en países de la unión monetaria. La moneda común permite una comparación fácil de precios que hace evidente dónde encontrar la mejor oferta para un consumidor que quizá podría sentirse intimidado por el cambio de divisa.
Continuará…