Gerardo Castillo Ceballos
Doctor en Pedagogía y profesor emérito de la Universidad de Navarra
También ha advertido de los riesgos de acortar la infancia, porque si no se vive en su momento, se hace después, y entonces surge el infantilismo en los adultos. Los niños de hoy se sienten muy solos, a veces pudiendo evitarse.
Pienso en los padres que no intentan conciliar la vida profesional con la familiar y en los que creen que es bueno que los hijos pequeños se acostumbren a estar solos en casa. La soledad impuesta nunca es buena; en su vida adulta solo les traerá grandes dificultades para relacionarse sanamente con los demás.
El juego es una fuente de aprendizaje para los más pequeños. Además, desarrolla su pensamiento y su creatividad.
Este problema se agrava con la casi desaparición del juego tradicional en las pandillas sustituido por los videojuegos. El juego es una fuente de aprendizaje para los más pequeños. Además, desarrolla su pensamiento y su creatividad. Un niño que juega seguramente será un adulto bien adaptado y con buen desempeño en la vida. Algunas manifestaciones de menosprecio infantil se derivan de una errónea visión de la infancia. ¿Por qué a los adultos se nos sigue invitando a que seamos como niños? La respuesta conlleva hablar de los valores de la infancia.
Se nos propone centrarnos en el presente, no en el pasado ni en el futuro; asombrarnos con lo que nos rodea y mostrar curiosidad; saber perdonar y evitar el rencor; expresar con franqueza los sentimientos; no prejuzgar; levantarse siempre después de una caída; ver lo mejor de las personas; poner el corazón en todo lo que se hace; ser feliz con lo que se tiene; ser creativos (un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido); mirar las cosas como si fuera la primera vez que se ven.
La invitación a ser como niños no consiste en fomentar infantilismos. No se trata de un proceso de regresión y de fijación en la etapa infantil. Es algo similar a proponer a los mayores “ser jóvenes de espíritu”. La niñez, como la juventud, es una virtud sin edad. No es extraño, por ello, que para algunos autores el camino hacia la perfección cristiana pasa por la “infancia espiritual”.