Mariano Crespo
Director Académico del Máster en
Cristianismo y Cultura Contemporánea
Hace unos días tuve la ocasión de visitar el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, inaugurado en Vitoria en junio de este año. Se trata de una iniciativa fruto de la Ley de Reconocimiento y Protección Integral de las Víctimas del Terrorismo aprobada por el Parlamento en 2011. Como en la página web del Centro se indica, el objetivo de esa ley era ser un signo de reconocimiento, de respeto y solidaridad con las víctimas de todas las manifestaciones de terrorismo registradas desde el 1 de enero de 1960.
Ciertamente, uno se encuentra con referencias a la violencia procedente de diferentes grupos como el Grapo, el FRAP, el GAL y los que ejercieron la violencia yihadista. Sin embargo, la presencia más patente es la de los crímenes cometidos por la banda terrorista ETA. A todo esto, se añaden dos circunstancias particulares más: por un lado, el décimo aniversario del fin de la violencia por parte de ETA y el estreno en el Festival de Cine de San Sebastián de la película Maixabel, dirigida por Icíar Bollaín y centrada en el modo en que Maixabel Lasa, la viuda de Juan María Jáuregui, asesinado por la banda terrorista, afrontó tal trágico acontecimiento.
Conocer los testimonios de las víctimas de la violencia despiadada es siempre una experiencia sobrecogedora.
Conocer los testimonios de las víctimas de la violencia despiadada es siempre una experiencia sobrecogedora. Al mismo tiempo, uno queda sumido en un silencio profundo. ¿Qué decir ante el sufrimiento de personas que han perdido a un marido, a un padre, a un hermano, a un hijo? Como decía Viktor Frankl, tras perder a gran parte de su familia en Auschwitz, “donde las palabras dicen tan poco, huelga toda palabra”.
El visitante del Centro Memorial asiste conmovido al contraste entre el dolor por la pérdida de personas concretas, individuales e irrepetibles, y la indiferencia de aquellos que poco o nada sabían de sus víctimas. Ante un escenario como este son muchas las preguntas que a uno se le vienen a la cabeza. Quizá la más importante de todas es la que tiene que ver con la posibilidad del perdón.
Perdonar a los que nos infligen un mal objetivo, ¿no supone traspasar la línea de lo imperdonable, no ya solo por la magnitud del mal infligido, sino porque aquellos realmente autorizados a perdonar (las víctimas directas de los crímenes) ya no están obviamente en posición de hacerlo? ¿No sería una arrogancia atribuirse el derecho a hacerlo en nombre de las víctimas? No son preguntas fáciles de responder (y menos en un breve artículo como este).
Una cosa es clara. Perdonar supone “purificar”, sanar, la memoria. Como he intentado mostrar en otro lugar, esta purificación es un proceso que apunta a la liberación de toda forma de sentimientos negativos sin que ello implique una condonación o un olvido de la ofensa. El fundamento de este proceso es una nueva toma de postura frente a la persona o las personas que infligieron un mal objetivo.