Ricardo Fernández Gracia,
Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
La vida de los santos no finaliza con su muerte física, ya que después de dejar el mundo terrenal, se inicia otra etapa, decisiva en su historiografía, la de fabricación y recepción de su imagen transfigurada. La beatificación, canonización y extensión del culto a san Ignacio coincidieron con los siglos del Barroco, en los que dominaron el impacto sensorial, la grandilocuencia, el ornato y la desmesura, siempre en aras a conmover, y provocar sensorialmente al individuo, marcándole conductas a través de los sentidos, siempre más vulnerables que el intelecto.
Todos los testimonios iconográficos, al igual que los literarios, acaban por situarnos ante un santo barroquizado y trascendente. Si en sermones y biografías se insiste en un lenguaje triunfal y militar, denominándolo como capitán general de la milicia terrenal y celestial de la Compañía, sus pinturas no andan muy lejos. Cada época también contempla a sus referentes con ópticas, incluso dispares. Hoy se lee más el Ignacio solo y a pie, en palabras de J. I. Tellechea y el lema de AMDG (Ad maiorem Dei gloriam) convive con el famoso “en todo amar y servir” de los Ejercicios espirituales, expresión que continúa y se completa así: “a su Divina Majestad”. El rico conjunto de imágenes del santo conservadas en Navarra se han de asociar al carisma jesuítico, al proceso de la búsqueda y descubrimiento de Dios para seguir su voluntad de modo apasionado.
Los nuevos tiempos y los nuevos modelos de santidad tuvieron en las representaciones artísticas uno de los mejores
aliados.
Los nuevos tiempos y los nuevos modelos de santidad tuvieron en las representaciones artísticas uno de los mejores aliados para difusión de los ideales de la Compañía. A la madre Leonor de la Misericordia (Ayanz y Beaumont, 1551-1620), culta y noble, se debió la llegada de una rica colección de grabados a las Carmelitas de Pamplona. Entre ellos figuran los de san Ignacio y san Francisco Javier, realizados en Roma en 1600, por Iacobus Laurus. El de san Ignacio es pieza muy rara, y no figura en el sobresaliente estudio de Ursula König-Nodhoff. Su cronología corresponde con el empuje de su culto promovido por el cardenal Baronio. Pese a no estar beatificado, se le identifica como Beatus, que hay que interpretar como bienaventurado o dichoso, según una práctica habitual en aquel tiempo, antes de las disposiciones de Urbano VIII de 1642. Asimismo, luce nimbo en su cabeza. Esa costumbre, era usual, ya que aún no estaba prohibido para los no beatificados y dependía de la devoción. Aquella práctica cambió con los mandatos de Urbano VIII que prohibió su uso, castigando incluso con la suspensión de la causa de beatificación. La composición se organiza como una wundervita, con la imagen central del santo con los brazos desplegados contemplando a la Trinidad. A su alrededor encontramos trece pequeñas viñetas acompañadas de textos latinos explicativos. Destacan la visión de la Virgen con el Niño y de Cristo en la Sagrada Forma, los siete días en éxtasis, el condenado confeso, el naufragio, curaciones, conocedor de pensamientos ajenos, apaleado por los demonios y las oraciones ante su cuerpo muerto. Entre lo que se pedía a los artistas en tiempos de la Contrarreforma destacaba la propiedad e historicidad de lo que se iba a
representar.
De ahí surgieron las vidas ilustradas, vigiladas muy de cerca por las órdenes religiosas. Particular importancia se daba al parecido del rostro. Para el caso de san Ignacio conocemos el testimonio de su primer biógrafo, el padre Pedro de Rivadeneira, que afirma: “Fue de estatura mediana, ó por mejor decir, algo pequeño y bajo de cuerpo, habiendo sido sus hermanos altos y muy bien dispuestos. Tenía el rostro autorizado; la frente ancha y desarrugada; los ojos hundidos; encogidos los párpados y arrugados, por las muchas lágrimas que continuamente derramaba; las orejas medianas; la nariz alta y combada; el color vivo y templado, y con la calva de muy venerable aspecto.
Continuará…