Amaya Vizmanos
Revista Nuestro Tiempo
El mundo de hoy parece irreconocible frente a la sociedad de hace unos siglos. Gracias a la tecnología y al progreso, todo avanza a una velocidad supersónica. No hay tiempo ni para pestañear. Podemos saber qué pasa en cualquier rincón del mundo a un solo clic, comunicarnos con personas a miles de kilómetros, gestionar millones de datos en segundos y desafiar las leyes de la física. Sin embargo, por muy deslumbrantes que percibamos estos avances, son minúsculos si los comparamos con nuestro superpoder natural: la mirada. Una mirada que pregunta, que busca, que conoce y que cuida. Una mirada que es personal y única. Que es auténtica. Una mirada que va más allá de lo material, puesto que intuye algo más profundo que simplemente la acción de ver con los ojos. Quizá a eso se refería el principito cuando decía que “lo esencial es invisible a los ojos”, porque “no se ve bien sino con el corazón”. ¿Qué poder tiene la mirada sobre el mundo, sobre los demás y sobre uno mismo? El ser humano es abierto, se encuentra con una realidad que le invita a conocerla. Y uno, movido por el asombro, se lanza a esta aventura a través de la mirada, la ventana por la que nos asomamos al mundo. Hay días en los que todo parece gris, insípido. Sobre los demás, la mirada también tiene un efecto transformador. Cuando alguien nos mira con recelo, hace que nos cerremos en banda. De repente, nos dan ganas de esconder lo bueno que tenemos. En cambio, cuando uno se descubre en una mirada de cariño o admiración, su corazón explota. Como dice Mariolina Ceriotti: “Es la mirada de la posibilidad, que mantiene abierta la esperanza en el futuro, y por eso mismo lo hace posible”. ¿Y sobre uno mismo? Estamos acostumbrados a mirar, pero nos olvidamos de mirarnos. Y no me refiero a comprobar en el espejo si se nos ha movido el peinado o si combina bien la ropa. La mirada hacia uno mismo implica el reconocimiento personal y nos mueve a descubrir no solo quiénes somos, sino cómo queremos ser. Porque el sentido no está fuera, sino en el interior. No hay que mirarse al ombligo, sino a las entrañas. En el futuro, la tecnología nos hará capaces de volar como Superman, tener una fuerza infinita como Hulk o correr más rápido que la luz como Flash. Pero ninguno de esos superpoderes bastará para transformar el mundo, a los demás o a uno mismo, porque es algo que solo se puede alcanzar si somos capaces de
enfocar nuestra mirada.