Paco Sánchez
Revista Nuestro Tiempo
Primero se lo leí a Nassim N. Taleb: por lo visto, los antiguos griegos se las apañaban con apenas dos colores. Distinguían entre claro y oscuro, palabras que usaban también para blanco y negro. Con el tiempo, añadieron el rojo, porque es el color de la sangre. Más tarde llegaron el amarillo y el verde. Sin embargo, el azul tardó mucho en comparecer.
Pese a tanto mar y tanto cielo, no había azules en la Odisea ni en la Ilíada. William Gladstone, varias veces primer ministro británico en el último cuarto del XIX, parece que fue el primero en advertirlo. Releyó las obras de Homero solo para cerciorarse. Sobre esta intuición trabajó Guy Deutscher, un lingüista israelí de 52 años que enseña en la Universidad de Manchester. Él fue quien descubrió la ausencia de azules en el mundo antiguo, no solo en Grecia, y quien estableció una primera relación entre la competencia para distinguir colores y el estadio de desarrollo de una sociedad, lo que equivale a definir la capacidad de matizar como un termómetro evolutivo. Cuanto más matiz, mayor progreso. Parece que algunos pueblos no conseguían ver el azul y distinguirlo de los demás colores. Otros sí lo veían, pero les faltaba un término para nombrarlo.
Parece que algunos pueblos no conseguían ver el azul y distinguirlo de los demás colores.
Porque no lo necesitaban. Deutscher dispone de una explicación para esto. Cuando su hija estaba comenzando a hablar, se ocupó de enseñarle los colores, pero se aseguró de que nadie le chivara el del cielo. Con los conocimientos ya asentados, y durante un paseo, le hizo un examen de reconocimiento cromático según lo que iban viendo. Por último le preguntó de qué color era el cielo de aquel día despejado. Alma, la niña, no supo contestar. Y tardó quizá semanas en dar una respuesta. “Blanco”, dijo al fin. Como los antiguos.
Este asunto me sobresaltó en su momento, porque yo hablo mucho de colores en clase. Me parece una manera eficaz de mostrar a los de primero la importancia decisiva del matiz, para conseguir la especificidad en la escritura, principal rasgo del estilo según Flaubert. Entonces, cuando escriben que la puerta del aula es de color azul, los vuelvo locos. “¿De color azul?”, les digo, y contestan: “Sí, de color azul”. Les pregunto entonces qué pasaría si quitaran dos palabras. Caen en la cuenta: “¿Quito “de color”?. Digo: “No sé, ¿qué pasaría si lo quitas?”. Responden inmediatamente: “Nada”. Les explico que, si al suprimir palabras no se pierde nada, entonces sí ocurre algo: que el texto funciona mejor. Esta parte es fácil, se entiende en un santiamén. El color de la puerta importa poco. Importa que les importe el matiz, que lo busquen y lo disfruten, que no se queden en dicotomías primitivas, en claro y oscuro, en blanco y negro.